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“Juan”

Dedico este relato a Juan, Pedro, Julio...
a tantos hombres anónimos
que sobreviven en la mendicidad.
Hombres que han tenido un pasado
como cualquier ser humano
y tienen derecho a lograr
una vida con dignidad

(Basado en un hecho real)

Juan era un mendigo.

Su rostro pálido y curtido con profundas arrugas, endurecían su semblante, poniéndole una máscara a su realidad.

Cada día, reunía los céntimos recaudados para tomarse un café en el bar más cercano, (donde casi siempre estaban las mismas personas) y así, poder leer con placer, los periódicos que yacían en aquel rincón, amontonados y olvidados por todos.

Los clientes, siempre sumergidos en sus teléfonos, no miraban su entorno y mucho menos, esos periódicos que cada día eran reemplazados por los nuevos.

Juan vestía harapos, estaba sucio, olía mal, pero sus ojos tenían una luz de inteligencia que inspiraban respeto.

Juan era culto, noble y a pesar de su extrema pobreza, su sonrisa trasmitía seguridad.

Poco a poco, su figura se fue haciendo un lugar entre todos.

Cada día era esperado con agrado, hasta que llegó el momento en que ansiaban dialogar con él para debatir temas de actualidad.

Su criterio siempre era bien valorado, aumentando así su autoestima y,
¿por qué no?, llegando a ser “casi” feliz.

Juan tenía un perro que siempre le acompañaba y le esperaba paciente, con esa fidelidad incondicional de su gran amigo.

Más de una vez, le obsequiaban con un buen desayuno que sin dudarlo, compartía en porciones iguales con su mascota y también alguna que otra vez, una cerveza o copa de vino amenizaban el momento.

Al despedirse lleno de euforia, Juan y su perro se alejaban por esas calles sin rumbo, para pasar la noche en algún rincón perdido de la ciudad, teniendo por techo el cielo, por colchón los adoquines de cualquier quicio y esos viejos cartones, que siempre cargaba para su “mejor cobijo”.

Juan caminaba siempre muy despacio, arrastrando sus pies, como si le doliera el pisar.

A veces se quedaba callado, pensativo y entre pinceladas y picardía, nos contaba algunas de las anécdotas de su vida.

Nos decía que en esas horas de la noche era libre, podía mirar a las estrellas sin sentirse juzgado, sin ver pena o reproche en las miradas que sobre su imagen se sucedían a diario.

Confesó, que no soportaba extender la mano para pedir limosnas, cuando lo hacía, no podía evitar que en un temblor involuntario, terminase por esconderla.

Prefería colocar como al descuido (y entonces reía), una pequeña vasija para que los que se le acercaran, dejaran caer sus monedas
"sin que él se diese cuenta"

Juan nunca perdió su dignidad ni su alegría, aunque las tuviera tan ocultas entre sus harapos.

Contaba que hacía mucho tiempo, él también miró con pena a esos hombres de la calle y más de una vez, les dio monedas o algún alimento para el día.

Recordó a un mendigo (que también tenía un perro) y al mencionarlo, se mantuvo callado un buen rato...

Ese día, -dijo, le llevé una hamburguesa caliente dentro de un pan con un vaso de leche. El hombre, echó en un pequeño cuenco la mitad de la leche, sacó la hamburguesa y se la dio a su perro. Solo se comió el pan y el resto de la leche.

Él lo miró asombrado y el mendigo le sonrió agradecido sin mediar palabras.
Con su gesto lo había dicho todo.

Nunca olvidó esa vivencia que, sin imaginárselo, sería también  la suya en el tiempo.

Al terminar su relato sonrió, reflexionando, que si eso le sucediese a él en ese momento, lo hubiera dividido todo a la mitad, que no era tan noble como aquel pobre hombre al que una vez ayudó.

Todos escuchábamos embelesados sus historias, queriendo oír más, viendo en su figura a un ser fascinante lleno de misterios.

Y nos volvía a hablar una y otra vez de sus largas noches, donde lo acompañaban la calma o el peligro, el calor o el frío, las burlas o la compasión.

Su vida se componía de un triste juego de antónimos.

¡¿Así de simple, o no?!

Anhelaba regresar al pasado para dejar atrás las penurias que le tenían exhausto.

No podía evitar sentirse culpable por la mala vida que le daba a su querido compañero.

Ya se acercaba el invierno y no se sentía con la fuerza suficiente para afrontarlo.

Cada día estaba más débil.

Sus manos, acostumbradas a rastrear la basura en busca de algo que calmara sus estómagos helados, se aferraban a amortiguar sus miserias, llegando a soñar con un futuro digno para cualquier ser humano...incluso para él.

Otras veces se contradecía
-decía, que prefería no tener pasado ni futuro, solo un presente en el que cada día volviera a renacer.

Por ello, deseaba vivir ajeno a su memoria y para conseguirlo, ejercitaba cada noche su mente para...”no recordar”

Pero, confesaba que le era muy difícil, casi imposible y bajaba la mirada con un gesto lleno de amargura.

Conocía de un viejo proverbio donde se aseguraba que la riqueza  “era pecado” y la pobreza “santidad”
por lo tanto, Dios había querido que él fuese un santo.
Esto lo decía, con una sonrisa maliciosa en su rostro.

"Así era Juan, gracioso y lleno de sabiduría".

No albergaba odios ni rencores, pero tampoco amor. Sus sentimientos y emociones eran una línea recta, en el que solo tenía cabida su amado amigo.

Un día, Juan no regresó. Su perro estaba solo, echado a las puertas de la cafetería triste y hambriento.

Todos, llenos de compasión le alimentaron, le acariciaron y estaban deseosos que les llevara al encuentro de Juan.

Una persona bondadosa lo acogió y le brindó hogar, pero el perro seguía muy triste.

Nadie sabía su nombre y en recuerdo a su dueño, le llamaron cariñosamente “Juanito”

Los día pasaban sin noticias y la preocupación de los presentes iba en aumento.

¡Juan no podía desaparecer así!

Comenzamos su búsqueda, siempre junto a Juanito, que no dejaba de olfatear cada rincón para encontrar a su dueño. Era el mejor guía y el mayor estímulo para seguirlo buscando.

Al fin lo encontramos en un hospital, muy enfermo, solo y triste por la suerte de su querido perro.

El inesperado encuentro con nosotros, sus amigos, lo llenó de alegría.

Nos contaba que sus días pasaban muy lentamente al igual que sus pensamientos,
sumiéndolo en un vacío lleno de ausencias.

No le preocupada que sería de él cuando le tocara partir, sabía que en algún lugar escondido, habría un espacio para depositar sus restos, aunque en realidad, eso no le importaba.

Ya todo le daba igual.

Y al momento decía
-no, todo no, mi Juanito sí me duele.

-¿Qué será de él?

Sus amigos lo tranquilizamos.
Con Juanito todo estaba bien.

Recuerdo que le dio mucha gracia el nombre, pero nunca nos dijo cual era el verdadero.

Prefirió que para todos nosotros, fuera solo “Juanito” y así también lo recordáramos a él.

Estas palabras nos llenó de tristeza.

Él nunca llegó a imaginar que su ausencia nos inquietara de esa manera y mucho menos que le echáramos en falta.

Todos, siempre tan alegres, le llevamos los periódicos de los últimos días para que el tiempo lo pasara como más le gustaba, “leyendo”.

Los médicos, conmovidos con su historia, le dieron permiso para ir al jardín donde le esperaba su amigo.

La alegría de los dos hizo llorar a los presentes.

Comprobó que su perro estaba cuidado y su sonrisa sincera en unos ojos llenos de lágrimas quedó grabada en la mente de todos.

Pero...Juan se apagaba.

Su mal vivir y la falta de alimentos habían quebrantado definitivamente la salud de este hombre admirable.

Juan no se recuperó, su enfermedad estaba muy avanzada y en muy pocos días murió. En su semblante solo había paz.

No estuvo solo, en todo momento se sintió arropado por todos sus amigos y sobre todo por Juanito, tan cerca de él, que casi le velaba el sueño.

Nunca se supo quien fue este hombre, solo esos tibios pasajes que alguna vez se le escapaban, siendo su vida una total incógnita para todos los que tuvimos la suerte de conocerle.

El destino se ensañó con él, convirtiéndolo casi en un ser anónimo que se esfumó como el polvo, sin apenas dejar rastro de haber existido.

Al despedirlo, un gran desconsuelo nos sobrecogió.

-¿Por qué no ayudamos más a Juan?

-¿Por qué sólo nos contentábamos con ofrecerle alguna vez un simple desayuno, para poder oír las historias que tanto nos gustaban?

Los verdaderos mendigos éramos nosotros, extendiéndole las manos con morbo, para recibir las migajas de su pasado y disfrutar (aunque sin maldad), de sus infortunios.

-¡Qué pena!
pero, era tarde,
Juan ya no estaba.

En su entierro tampoco estuvo solo.

No podía faltar su Juanito, que caminaba tristemente con la mirada fija todo el tiempo donde reposaba Juan.

Y nosotros, los que nos considerábamos sus amigos, también estuvimos con él, queriéndole dar el último apoyo lleno de sinceridad y tristeza.

Sobre su tumba, flores blancas y decenas de periódicos le dieron el último adiós.

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Julio/2018

#Cuento corto

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