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Oasis

(Para J. S.)

Fui creado por un maestro alfarero, en una noche de primavera,
esperó una noche de tormenta y juntó arcilla con sus manos, llenó una vasija con agua destinada a saciar y sostener un viejo níspero. Me diseñó de forma compleja e imperfecta, humano.
Me cantaba una canción de cuna una y otra vez, decía:
“Serás de barro y de silencio.
Tu eco recibirá un crepúsculo rojizo;
Y cuando estés en la orilla del mar esperando, recuérdame,
Muy cerca estaré rondando”.
Los grillos cantaban y un impulso visceral me puso en marcha.
He pedido consejos, escuché y entendí tu petición. Me pediste que no te busque, que no me arriesgue, que me resigne a la inmovilidad del vencido. Me advertiste que si salía a buscarte, sentiría.
Quedaré petrificado ante el contacto con los rayos solares y me rendiré, víctima de la  aniquilación definitiva; pieza por pieza me desvaneceré como lágrimas en la lluvia.
Decidí seguir mi camino, el elegido por mí mismo, y el que nunca podría traicionar. Un camino que toma ventaja de lo nocturno, de la espera, del insomnio creativo y enloquecedor.
Elegí el camino angosto, y entre paredes montañosas vi dibujos y viejas instrucciones de un faquir en la pared. Más adelante miré hacia atrás, y descubrí que había enriquecido las indicaciones del camino involuntariamente. Quizás para futuros aventureros, o como ofrenda para la revancha del olvido que galopaba incesante a mis espaldas.
Me rehusé a secarme en una postura sugerida y eterna. Me negué a la resignación de esperar múltiples amaneceres sin saber lo que sucedería. No fui capaz de aceptar la forma que me dio el alfarero, maestro perfecto, artista. Yo era su obra, pero mi vida era mía. No pude esquivar la realidad consecuente, porque me tropezaría ciegamente con cualquier destino funesto, prestado.
No pude ser indigno, ni obligarme a ser más fuerte de lo que soy, y me opuse con todo el alma a desplazarte al olvido.
Te escapabas en la medianoche, rápidamente, te escapabas como la arena entre mis manos, y desaparecías cuando dormías en las noches de verano.
Mis lágrimas caían desprevenidas, hidratando el desierto amarillo. Cerré los ojos y vislumbré más allá un níspero, muy cercano, rodeado por un pequeño oasis. Me acerqué.
La noche me esperó afuera y la luz del día tampoco se adentró. Me distraje, lo merecía, y me perdí entre los maizales y la magia de luciérnagas azules, me enamoraron y les escribí poemas que recibieron felices. Pensé mucho en ellas, y volaban sobre mí como bailando, iluminando el entorno como si fuese un sueño infantil, puro, azul tenue y oro. Me cantaron un viejo acertijo mientras reían, pululando:
“Crees que lo genuino pesa sobre ti,
Pero lo olvidado es incontable,
Indaga en lo desconocido y verás,
Que lo definitivo es insondable”
Si hubiese sabido volar como ellas, si me enseñaran a volar, sería capaz de alcanzar paraísos semejantes a aquel oasis, ya no sería una figura de barro y de silencio. Sería dichoso, sería una luz azul tenue en un espontáneo sueño tuyo de verano. Me marcharía luego en tu suspiro, y encontraría, renovado y divertido, otros oasis para una y otra vez volver hacia ti.

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