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Alma purgante

En la mañana tranquila de un invierno,
caminaba ella con mirada serena
y yo la seguía detrás, en mi averno,
rogando poder ver su mirada amena.
Infierno.
 
Ella caminaba y yo la perseguía
con pasos tristes, lentos, y desganado
y, escondido, contemplaba su alegría;
desafiaba mi ser apesadumbrado.
Agonía.
 
El frío tocaba su rostro y el mío,
pero a ella, digna, perdonaba su alma.
La vida le daba sus aguas en río.
Sus ojos irradiaban serena calma.
Dios mío.
 
Mis llagas no fueron mi patricia suerte.
Por ellas adentró el sentimiento helado
y así me hice amigo de la amarga muerte
o eso así fue hasta que ella pasó a mi lado.
Tenerte.
 
En la mañana tranquila de un ocaso,
pasó ante mí la respuesta suplicada.
Yo la seguí temeroso, paso a paso,
sorprendido por la luz en su mirada.
Rebaso.
 
Y en mi asombro por hallar tal luz en ella
tropecé con una rama en aquel suelo
y el ruido acusó a sangre fría mi huella
ante la joven que avivaba mi anhelo.
¿Querella?
 
La dulce muchacha, inquieta, se volteó.
Me contempló un rato pensando qué hacer
y, en lugar de correr, su ser aleteó.
Del suelo, levantarme fue su querer.
Me ayudó.
 
Pude entonces contemplar sus ojos bellos
y me sumergí en un manantial de gozo.
Mi alma palpitó y se rompieron los sellos
que atrapaban mi corazón en un pozo.
Destellos.
 
«¿Quién eres tú que matas mi depresión?»,
tímido a la hermosa dama pregunté.
Y ella, tierna, respondió con comprensión:
«Soy quien hace unos años te rescaté.»
Confusión.
 
La observé con detención y con cuidado
y traté de recordar tal aventura
y a mi memoria vino, pues, del pasado
una escena que olvidarla fue locura.
¿Qué he olvidado?
 
Y, sin dudarlo, me arriesgué con un beso,
pero tú esquivaste mi jugada mala.
Entonces recordé que no salí ileso
al intentar lo mismo en aquella sala.
Sopeso.
 
Y así volví a recordar lo irrecordable.
Recordé que me enseñaste una lección:
«¿Pasión? No, sino el amor. Es lo loable.»
Y entendí el porqué de tu revelación.
Venerable.
 
Es amor lo que mi vida necesita;
es amor lo que mendigo tenazmente;
y en vez de amor, he buscado lo que excita,
lo que ahoga un poco el vacío tan hiriente.
Afrodita.
 
Me miraste, entonces, con benevolencia
y a mi rostro te acercaste con ternura
y besaste tú mis labios sin demencia
y sentí en aquel beso la no-amargura.
Vivencia.
 
Y creí por fin encontrar el descanso
en los brazos de esta joven tan risueña,
pero al aferrarme al sentimiento manso
olvidé la lección. Apagué la leña.
¡Qué ganso!
 
El cielo me castigó otra vez, de nuevo,
y se esfumó ella en ese instante. ¡Tragedia!
Llegó la noche, así que fui donde elevo
mi triste llanto que, si no sale, asedia.
Remuevo.
 
Y a la mañana siguiente, en ese invierno,
observé una rosa caminar serena
y me pareció familiar, en mi averno,
su mirada, su presencia tan amena.
Discierno.
 
Y me adelanté en vez de seguirla, a ella,
y grité de corazón que yo te amaba
y sonreíste tú de forma tan bella
que supe, al fin, que esto era lo que faltaba.
Doncella.

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