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La hiedra

No esperes que, vencido en la contienda,
levante yo de mi querer la tienda;
vine para triunfar, o a que me mate
tu esquivez, y ante ti, torre altanera,
has de ver ondeando mi bandera,
mientras no caiga muerto en el combate.
 
No me es dado cejar, no es culpa mía:
nací tenaz, mi voluntad bravía
es a la vez mi orgullo y mi tormento.
¡Qué más quisiera yo que no adorarte!
¡Qué más quisiera yo que desceparte
de la hondura sin fin del pensamiento!
 
¡Pero no puede ser! Tengo por fuerza
que idolatrarte; ¡quién habrá que tuerza
la ruta de diamante de mi hado!
 
Si un día, de tu ojiva mi oriflama
no mirases florar como una llama
sobre el hosco desierto desolado,
 
No pienses: “Ha cedido, ya me deja
y por la inmensa soledad se aleja,
de mi desdén inexorable cierto…”
Piensa más bien (y acertarás sin duda):
“cayó por fin sobre la tierra muda…
¡Ay, mi más fiel adorador ha muerto!”
 
Mas no juzgues por eso que vencido
éste mi amor sin límites ha sido;
¡tenaz aún bajo la misma piedra
que me oculta por siempre de tus ojos,
como un símbolo irá, de mis despojos,
reptando por tus muros una hiedra!
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