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Cantos de una doncella

I
 
Bella soy, bella soy; mi rostro encanta;
mejor que en el cristal en los semblantes
la copia miró de belleza tanta
reflejada en los ojos anhelantes:
paloma, flor, estrella, ángel y santa
me apellidan los hombres delirantes,
y de santa en el título obstinados
quisieron adorarme arrodillados.
 
En blondos rizos la melena mía,
en frescas rosas mi redonda cara,
en luz brillante, cual la luz del día,
de mis pupilas la negrura clara,
al contemplarme el bardo se extasía,
y si en mi boca por azar repara
perlas, corales, ambrosía, flores,
agota al ponderarme sus amores.
 
Yo me sonrío y me enamoran ellos:
ceñuda miro y con respeto callan,
ni el extremo a tocar de mis cabellos
osan los que a las fieras avasallan:
los cine de gran valor raros destellos
a la frente de ejércitos batallan,
a mi indignado gesto sometidos
bajan sus locos ojos confundidos.
 
Gran majestad, yo levanté mi trono
y de vasallos ciento al pueblo mío
con regia faz, con soberano tono
le señalé por leyes mi albedrío;
yo ya sé pronunciar un «os perdono»,
yo ya sé castigar con mi desvío,
porque es mi dignidad un Dios que ciega
al que a mirarle irreverente llega.
 
Risueña visto primorosa gala,
de flores ciño juvenil corona,
la suave esencia que mi cuerpo exhala
anuncia por los aires mi persona,
¿quién de mis triunfos el poder iguala?
Amor los corazones eslabona
que han de sufrir de mi rigor la pena
y se extiende a lo lejos su cadena.
 
Vienen al tribunal los tristes reos
y al revolver de mis severos ojos
yo les hago abjurar sus devaneos
cuando aplacar intentan mis enojos;
«callen —les digo—penas y deseos
y a ése que canta que a mis labios rojos
no les llame coral, porque es mentira,
pues al juzgarle ve que tiemblan de ira.
 
»Que mis dientes jamás en perlas funda
ni por espigas tome mi cabello
ni, por hacerme garza, moribunda
me deje al retorcer mi recto cuello;
que mi sencillo nombre no confunda
con el de maga, porque no es más bello,
y porque, al fin, si nombre no es judío
no es nombre tan cristiano como el mío».
 
Callo, y se aleja la ofendida gente
lanzando rencorosa una mirada
al tiempo que en saludo reverente
inclina la cabeza sofocada;
tal hace al sacudirse la serpiente
si la cabeza se sintió pisada...
La vil serpiente hace morir al hombre,
él hace más ¡infama nuestro nombre!
 
           II
 
Mas uno vi que fijo y silencioso
mis pasos melancólico seguía
y que otras veces repentino huía
velándose en retiro silencioso;
era su hablar sumiso y tembloroso,
su mirada dulcísima y sombría
y de su canto en la alabanza breve
ni él se llamó volcán ni me hizo nieve.
 
Nunca su lloro salta a su mejilla,
pero en sus ojos siempre derramado
en ardientes vapores exhalado
mi cabeza trastorna cuando brilla;
al eco solo de mi voz sencilla
tiñe su rostro vivo sonrosado,
a la sombra no más de un hombre amante
de palidez se cubre su semblante.
 
Y no se duele nunca, no se queja;
de amor y celos entre sí batalla,
pero su lucha, su dolor me calla
y enternecido el corazón me deja.
¿Por qué entonces de mí triste se aleja?
¿Por qué entonces mi vista no le halla?
¡No sabe que yo entonces afligida
diera por consolarme hasta la vida!
 
Yo que nunca lloré por una ausencia
si se tarda en volver prorrumpo en llanto.
¿Por qué yo he de sufrir sus celos tanto
que me oculte sin culpa su presencia?
¿Por qué luego si finge indiferencia
he de sentir enojo ni quebranto?...
¡Tiempo de libertad y de alegría
despareciste para el alma mía!
 
           III
 
Nunca mostró más luz el sol de mayo
ni más azul apareció la esfera
que la mañana en que por vez primera
la faz de mi rival miré al soslayo;
parece que del sol el vivo rayo
trajo más luz que porque su hechizo viera,
parece que el azul de aquellos cielos
anuncio fue de mis ardientes celos.
 
Yo me miré al cristal y me hallé fea;
mi pálida color tristeza daba,
mi barba, cual de anciana, retemblaba
y dije para mí «que él no me vea».
Pero añadí después —«¡que ella me crea
muy feliz lejos dél, del que me amaba!...»—
Y prendiendo en mi sien una flor bella
me puse a sonreír delante de ella.
 
¡Ay sonrisa más triste que es el llanto,
sonrisa más amarga que una queja;
sonrisa que cefrada el alma deja,
porque nunca el que llora sufre tanto;
pues hay quien en tal risa halla un encanto,
pues hay quien sonreír nos aconseja...
¡Oh cuán galantes que se muestran ellos!
¡Por que se luzcan nuestros dientes bellos!
 
Eso vio mi rival, mis bellos dientes;
al corazón sus ojos no llegaron,
por más que sus miradas consultaron
mis ojos a su afán indiferente:
tampoco vio las lágrimas ardientes
que no rompieron, mas mi rostro hincharon:
Mi sonrisa, mis flores, mi alegría,
eso vio mi rival, no el alma mía.
 
Pero la suya vi; yo vi su orgullo,
yo vi su vanidad, yo su contento;
claro entendí su lisonjero acento,
claro del tierno amante el dulce arrullo;
claro de entrambos el feliz murmullo
que a mis oídos trasportaba el viento,
como de fuego manga abrasadora
que la tierra al pasar tala y devora.
 
¡Lejos de mí placeres de la vida,
galas, lisonjas, vanos amadores,
yo aborrezco las músicas, las flores,
yo quiero llorar sola, oscurecida;
quiero esconder mi frente dolorida,
cantar en el silencio mis amores,
donde ni alumbre el sol ni haya viviente;
¿de qué me sirve el sol, de qué la gente?
 
Con esa misma luz que el sol derrama
mira el garzón amante con ternura
el rostro de la célica hermosura,
del raro serafín que tanto ama:
con esa misma luz arde y se inflama
viendo entre tanta flor y galanura
sus ojos dulces, su redondo cuello,
su airoso talle, su contorno bello...
 
¿Sol? que no tornen a lucir sus rayos
jamás, jamás en nuestras horas diurnas.
¿Flores? que arrastren las revueltas urnas
del vecino riachuelo hojas y tallos;
negros se tornen los colores gayos,
cubran la inmensidad sombras nocturnas
¡y llore mi rival mientras yo ría
de ver que su beldad no tenga día!
 
           IV
 
¡Mas, ten de mí piedad!... hazme dichosa,
dame la calma o quítame la vida,
mira que de batalla tan furiosa
estoy ya muy cansada, muy rendida;
¡ay, hasta el criminal duerme y reposa,
yo sola con el sueño estoy reñida
y he menester la paz, descanso, calma,
si he de salvar la combatida alma!
 
¿Qué quieres, ¡ay! de mí?, suene tu acento,
y atenta siempre a tu precepto santo
suspenderé las notas de mi canto,
respiraré en el aura de tu aliento:
canta y me alegraré con tu contento,
llora, y ansiosa absorberé tu llanto...
que yo te seguiré con mis amores
cuando cantes, mi bien, y cuando llores.
 
¿Mi pueril vanidad celos te inspira?
Lanza al fuego mis flores y mis lazos;
¿no te placen los cantos de mi tira?
Pon en ella los pies y hazla pedazos;
¿a otra más bella tu ambición aspira?
Dame la muerte con tus propios brazos:
¡habla, ordena, suspensa, embelesada
obedezco a una voz, a una mirada!
 
Badajoz, 1845

#EscritoresEspañoles Carolina Coronado

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