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Afilaba sus palabras en las piedras

Afilaba sus palabras en las piedras.
Saliva sagrada llevaba escondida en los intersticios
de sus letras;
patriarca del bien decir,
producía con su cítara
armónicos que guardaba después
en pequeñas cajas de música.
Dueño y señor de frases tan aéreas
que sentían las alas como lastre,
y de cuerdas bocales
que, como arcos, disparaban
las flechas de la elocuencia,
fue el iniciador,
el padre
o el partero –ese gestor de padres y de madres—
de la oratoria helénica.
Ya en Agrigento tenía un criadero de vocablos
y un invernadero de adjetivos.
Había descubierto que la palabra bien dicha,
sin las disonancias del tartamudeo,
era su propia paloma mensajera.
Tenía, quién lo duda, problemas con la retórica
y su andarse por las ramas
inventando frutos.
Rechazaba los epítetos que cuelgan en los sujetos
el inútil armatoste
del predicado redundante
o de la identidad menesterosa
con que lo obvio hace acto de presencia.
Prohibía en la oratoria el retruécano
que habla no sólo de los delirios de la lengua
sino de las lenguas del delirio.
Pero le gustaba la anáfora.
Le gustaba.
Le gustaba porque era el barandal
de donde se tomaban sus manos
cuando temblaba su cuerpo emocionado
al estallar la elocuencia.
Y no se diga las metáforas
que daban con los pájaros de oro
en los puntos más oscuros de las luciérnagas
o con la mirada concentrada y pura
en el lento parpadeo de las ostras.
Sus discípulos sicilianos Corax, Tisias
y, desde luego, Gorgias de Leontini
(el sofista que produjo
una de las mayores jaquecas
que ha sufrido la historia de la filosofía),
heredaron su palabra,
los rugidos de su sueño,
los ademanes hiperbólicos del que,
con temeridad metafísica,
pareciera rendir un informe puntual
de las maravillas de ultratumba.

(2012)

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