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Electrocardiograma

A decir verdad,
yo estoy con el corazón a las patadas.
No lo respeto,
he dejado de tutearme con él
y secretearle mis confidencias.
No admito su protagonismo
y su deseo de salir en la foto
a como dé lugar.
Dizque identificado con el sentimiento
—amor, odio, nostalgia
y no sé cuántas lindezas de la misma estirpe—
el corazón es el perpetuo intruso
de la poesía.
Leed cualquier poema romántico,
escrito para ser leído
a las altas horas de la soledad,
y ahí está él, robando escena,
empleando el cetro de su tiranía
para masturbarse,
viendo al cerebro y a otras partes del organismo
con el típico desdén
con que la fama ve al anonimato.
Pero voy a contarles
que yo tuve, tierra adentro,
una niña muy novia que tenía 70
un corazón crecido
y el sentimiento enjuto.
Por eso la ecuación de igualdad
entre corazón y emociones
es uno de los engaños más repetidos
de la historia.
A decir verdad
el corazón no es sino una víscera,
una víscera que no tiene más prestigio
(en el muestrario de los órganos internos)
que los pulmones y el hígado.
Para olvidarnos de las idealizaciones
y simbolismos pedestres,
pensemos que si hay un transplante
de cualquiera de estos órganos
de un cuerpo que se despide de la vida
a otro que aún tiene amoríos con el destino,
se sustituye lo averiado,
lo enfermo de inutilidad
por lo eficiente.
Lo mismo ocurre con el corazón:
su transplante
no quiere decir que haya traspaso
de emociones,
una reencarnación de sentimientos,
un traslado de la biografía sentimental
de un cuerpo a otro, 71
sino simplemente un trocar lo que se atrofia,
—reloj sin compostura,
pedazo de carne que aventaja
en llegar a la muerte
a lo demás—,
por algo así como un nuevo motor
diligente, cargado de energía
y con los pies hambrientos de futuro.
Él no es el interlocutor de las musas.
Ni la bola de cristal de las corazonadas.
Ni el misterioso lugar de lanzamiento
de papalotes místicos.
Llamar, con una sinécdoque espolvoreada de azúcar,
“corazón” o, peor aún, “corazoncito”
a quien se ama,
equivale en realidad a llamarle
“riñoncito” o “higadito mío”
y dejar empalagada la boca
la saliva
o la pluma que escribe tamañas expresiones
más con un almíbar a todo volumen
que con tinta.
También es falso que el corazón sea
el blanco o el lugar predilecto
de flechas que emponzoña la ceguera
del dios niño. Nada de ello.
Dicho con verdad, él es sólo una víscera 72
encargada de administrar
el ábaco de segundos y minucias de segundos
que forman nuestra existencia.
A veces se halla en plena actividad,
engalanando gerundios,
dándole rienda suelta a los afanes,
amarrando a los pies
su encrucijada de puntos cardinales.
Pero a veces,
—mientras se halla el pulmón
tramitando sus últimos
jeroglíficos de oxígeno—
la víscera proclama que, aun hallándose
en regla el pasaporte
para ir al más allá, sólo le falta
la visa de su síncope
cardíaco.

(2012)

#EscritoresMexicanos En Folleto de descuido imposible lo un

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