Caricamento in corso...

Harem de esperpentos

Don Juan no supo cómo detener
el paso de los días.
Ni donde guarecerse
de la lluvia torrencial de segundos  
que se le vino encima.
Fue entonces que,
espiando a izquierda y derecha,
como si se cuidara de que nadie lo viese,  
entró con paso firme
a la tercera
edad.
A la tercera.
Al principio, los cambios fueron irrelevantes:  
las arrugas de la frente,
el archipiélago de manchas en las manos  
y la propensión a contar
una vez y otra y otra
la misma anécdota
—por ejemplo la de la temeridad de acceder  
a un balcón desdeñoso
con la enredadera de una serenata—…
Pero después fueron incontables
las pinceladas de tiempo
razadas en sus sienes,
sus cejas,
su barba,
su bigote
—que le daban el aspecto atractivo,  
cautivador,
inolvidable
del que paso a paso
logra introducirse en el hueco  
de su propia estatua.
Cuando Don Juan peinaba canas,
rastros canosos de viejísimas caricias,  81
también peinaba indicios indudables
de desmoronamientos o de rumor
de ruinas.
También vivía el inconfesable aire de fatiga  
que arrancaba de su voz.
de sus gestos,
de su mirada,
y parecía demandar un lecho...
Pero sólo como el sitio  
donde poder dormir,  
desperezar nostalgias,
destrozar a manotazos mariposas,
tener la oportunidad de escalar
con sus manos de Sísifo  
siempre idéntico seno,  
besar todas y cada una de las bocas
que contiene la almohada,
y sentir, a todo, las acogedoras manos
de la temperatura;
como el sitio donde poder dormir
y dejar del lado de acá,  
en la vigilia,
en la orilla del lecho,  
los años,
la edad,
los trabajos eróticos  
de Hércules,
el ciclópeo curriculum
de las resistencias femeninas
hipnotizadas por el péndulo
de un tiempo que corría  
a favor del caballero.
Ya desde su más lejana juventud.
Don Juan se vio en la imposibilidad
de acallar la voz interna
que brotaba del hondón del cuerpo.
Esta voz se hallaba siempre a todo volumen:  
suscitada en el prurito insaciable
del tonel sin fondo. 82
Las tensas ambiciones que sobrecogían de común  
sus entrañas,
hubieran sido la causa de que Don juan
viviese un prematuro  
infierno,
a no ser que sus exigencias
su tronar de nervios,
hallaran siempre en su bello físico,
su ars amatoria y su fama universal,  
los aliados perfectos
para garantir la puntual satisfacción
que le acarreaba
la nunca mermada maestría en la seducción.
Si Don Juan ponía el ojo en alguna fortaleza,  
ésta no podía dejar de sufrir
el derrotismo de las cuarteaduras.
De ahí que Leporello llevara el catálogo  
«de las bellas que amó mi patrón»
como la fría estadística
que realizan la envidia y el asombro
de las aventuras del maestro en pezones  
y doctor en caderas.
¿Cómo iba a resistir una mujer
a la que cubre tan sólo la túnica del escrúpulo,  
cuando toda resistencia es desabotonable?  
¿Cómo hacer que las damas,
desprevenidas,
dejaran de cambiar
por las cuentas de vidrio del reguero
de refulgentes sílabas cautivadoras,
el oro de la entrega?
¿Cómo protegerse del caballo de Troya
cuando la ciudad acumula en el fondo ansias de  
       caballeriza?
¿Cómo hacerle frente a un deseo
que toma de la mano y levanta a otro deseo?  
Don Juan terminó por convertirse
en el mayor coleccionista de concupiscencias  
en lo que va del hombre. 83
Pero no supo detener el tiempo
o, si se quiere, no atinó a vacunarse  
contra el gerundio.
Y ahora,
con los ojos papujados,
los pasos inseguros,
la papada oscilante,
se diría que las aspiraciones de Don Juan  
han sido abandonadas,
dejadas de la mano de Dios
o a la deriva en los flancos oscuros  
de la brújula.
Mas todavía disfruta
de indudables riquezas en su haber.
Es verdad que la prestancia de otros días
ha sido victimada por la amnesia del espejo  
o también que la belleza
se asfixia inexorablemente
en su caricatura.
Sin embargo
a pesar de las devastaciones que el reloj
ha fraguado en sus dominios,
su renombre,
su experiencia y una audacia que sabe arrinconar a los recelos,
le permiten aún algunos triunfos.
¿Quién iba a decir que la chiquilla de quince abriles  
que hablaba el amargoso lenguaje del desdén,
le abriría de par en par los huecos de la entrega?
¿O que la joven esposa,
que urdía ya en su vientre sus mendrugos de niño,  
consistiera en calzarse,
sin culpas de por medio,  
su mal paso?
Durante algunos meses.
Don Juan salió a la pizca de milagros.
A rogar a lo imposible,
de rodillas,
cesar en sus rigores. 84
Mas después,
poco a poco,
se fue quedando a solas
con el aire angustiado de sus manos vacías.
Ni la ciencia de la seducción,  
ni el prestigio universal,
le sirvieron.
La lámpara de Aladino agotó sus virtudes
y acabó por tener sólo la lucecilla miserable
para alumbrar su impotencia.
La imaginación vino entonces en su ayuda.
La cacería,
tras amordazar la costumbre,
cambió de blanco
y el instituto sabueso remodeló
su brújula olfativa:
el Burlador decidió ir en pos de la muchacha gorda,  
de la tuerta,
de la coja
y de la enana.
La imaginación vino entonces
en su ayuda.
Hay quien afirma que en este desfiladero del ridículo.  
Don Juan proseguía sitiéndose
el amante perpetuo,
el hombre que sabía forzar,
con una explosiva mirada de reojo.
los rigores de una puerta
o la duda asustadiza de un prejuicio.
Después optó por incluir en su lista
una que otra mujer ya muy entrada en años.
Y es que sin duda hay ancianas
que, en medio de las ruinas de su cuerpo,
han podido conservar la soberbia a dos voces de sus  
senos
Hay mujeres que lo han perdido todo:
la línea,
la frescura, 85
los escondrijos todos de lo bello.
Pero tienen,
guardado en la despensa del recato,
el más hermoso pubis de la ciudad entera.
Canoso, sí.
Mas rizado por quién sabe qué dedos invisibles.  
Cálido y suave,
como el mejor estado de ánimo del terciopelo.
Y es que sin duda,
aunque existen viejas arrúgadas.
sin dientes
y que pueden solamente desplazarse
si un bastón les da la mano,
vistas de cerca,
cara a cara,
entre orejas hendidas y párpados hinchados,
lucen una mirada inmarcesible,
impenetrable casi a esas sentencias de muerte  
que llevan al calce
la firma del cronómetro.
Don Juan seguía insistiendo.
La voz de su organismo palpitante,
continuaba velando sus súplicas
(de pesadas rodillas)
con un ropaje de órdenes  
que se daba a sí mismo.
Y él iba de una cita a otra y otra,
intercambiando visos semejantes
de derrumbe,
mechones sin raíces
o trozos de epidermis,  
con brujas,
espantajos,
adefesios.
Y aunque al final tuviera
—verdadero sultán en su harem de esperpentos—
las manos barnizadas de carroña,
el prosiguió creyéndose  
el perpetuo salteador 86
de descuidos y virtudes.
Don Juan seguía insistiendo...
Cuando accedió por fin a su agonía,
y cuando el convidado de piedra de la lápida  
podía suponerse ya en camino,
nadie supo decir si los sonidos que emitía su aliento  
eran estertores de muerte
o jadeos de orgasmo.
Pero tal vez Don Juan,
seductor asimismo de la muerte,
se imaginó que estaba,  
al fallecer,
no rindiéndole cuentas al vacío,  
sino ampliando su lista interminable  
sólo con otro nombre.

(2008)

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