Albañil con delirio de grandezas.
Constructor incansable de la torre
de no acabar. Impulso que reúne
su mezcla de alma y cuerpo en cada adobe.
Aeronave lentísima que escala
por terribles centímetros al cielo,
y en que hemos ido alzando, sediciosos,
la primera escalera hacia lo eterno.
De repente un relámpago y sus quejas
de timbal malherido, nos aturde
rugiéndonos que somos en pecado
que si el orgullo y la ambición discurren
con el turbión de sangre de las venas,
acabarán por ser tan sólo un coágulo
de glóbulos blasfemos, un olvido
del dedo omnipresente del decálogo.
Pero estoy, junto a todos, mano a la obra
más que para ascender, para que lo Alto
pueda por fin bajar hacia nosotros
trayendo el más allá bajo del brazo.
Qué temor, al dejar anclado el suelo,
cuando el mal de montaña o de infinito
nos ahoga el propósito y nos vuelve
en una procesión de peregrinos
con los pies amarrados y los ojos
viviendo una zozobra de galaxias,
subiendo, no subiendo, con el cuerpo
jugando a ser grillete de las almas.
Los vocablos encuentran en su carne
los poros del aullido. Y hay personas
que exigen un micrófono y se quedan 77
en medio de un desierto hablando a solas.
Alguien pensó de pronto: lo que faltan
son traductores: hombres empeñados
en arrancar la máscara a las frases
(que ladran diferencias) de lo extraño.
Pero los traductores, sorprendidos,
ven la inutilidad de sus esfuerzos
cuando, pasión en ristre, nos dan sólo
diferentes versiones del silencio.
Mi hermano, ya no entiendo lo que dices.
Tu lengua amasa sílabas y gritos
de chasquidos ignotos y sus letras
se escurren sin cesar de los oídos.
En tu voz y en tus labios ya no advierto
cuando estás frente a mí, sino tu espalda,
la inquietud de tus pies, las estridencias
volcadas a morder tu pentagrama.
Ay, hermano, no escucho lo que gritas.
Tu alma me es expropiada por la bulla.
Me encuentro de rodillas, suplicando
que a la voz de mis tímpanos acuda
un vocablo no más, pero un vocablo
familiar, cotidiano, tuyo, mío,
para restablecer la especie humana,
la hermandad de la oreja y el sonido.
Amada mía, deja a mi cuidado
tus palabras. Acércate. No escucho
qué murmuras. No capto sino estática,
el ruido de los astros en su mundo
inasible, lejano, en otro idioma,
y desterrado siempre hacia el afuera.
Háblame con los ojos si no puedes 78
tener apalabrada con tu lengua
(cuando se halla mi oído arrodillado)
tus mensajes, tu código, nuestra habla
confidencial, con sus misivas de aire
y sus letras que vuelan en bandada.
Mujer ¿qué se ha interpuesto entre nosotros?
¿Un alambre de púas o gruñidos
que mastican su cólera y prohiben
la entrada a tus recintos?
y tampoco comprendo qué musita
este poeta que anda aquí en mi pecho
versificando estrépitos o ruidos
e impostando vocablos extranjeros.
No sé lo que mascullo, y aunque instalo
en todo lo que soy mi oído interno,
advierto sordomudas mis entrañas
y hablo con bocanadas de silencio.
Poco a poco también se vuelve extraño
el lenguaje de Dios, roto, perdido
en un acento ignoto que le brinda
a su predicación el infinito.
Cuando suelta su voz, yo no le entiendo
una sola palabra al absoluto.
Aunque tengo una antena para hacerme
de pedazos de cielo, no disfruto
de los versos que dicen que Dios forja
en sus momentos de alegría plena.
No doy con el canal de lo perfecto.
Mi oído sólo advierte la cadencia
de voces que se rompen, chocan, ruedan
hasta formar un nudo de alaridos
incoherentes, que bajan de la torre
para untarse de polvo en los caminos 79
El sordomudo altísimo del cielo
envuelve en mortecina luz su indicio
Ya el radar de la torre no registra
ningún aletear de lo divino.
Tiembla de pronto. Todo se conmueve.
¡Qué colapso! ¡Qué torpe ingeniería!
Caen piedras y esfuerzos.
Y prosigue
la confusión en medio de las ruinas.