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Vida y obra del espacio

No es verdad que el espacio
sirva como lugar en que se citan
oquedades, rendijas, intersticios
celebrando el congreso de la nada.
No es el telón de fondo
donde hay algo que salta y representa
ademanes de ser, gestos de cuerpo.
No es tampoco un vacío donde aflore,
con el solo habitante de la asfixia,
el único rincón en que la historia
no puede respirar.
Hay espacios que nacen, que gatean
con sus tres dimensiones. Espacios que se yerguen,
sumándole agujeros a su hueco,
hasta la edad madura del abismo
–donde está siempre el vértigo asomado–
o hasta esbozar un ámbito que abarque
desde tu boca abierta hasta los cráteres
que se abren en la luna.
Hay espacios amantes, cuyo coito
–logrado al presentar el pasaporte
que goza de la visa de la entrega–
extradita sus límites y acaba
con el crónico mal del que adolecen 3
las naciones, enfermas de frontera.
Hay espacios ya graves: el derrumbe
que amenaza la mina lo demuestra.
Hay espacios que nacen, viven, crecen:
se reciben de tiempo. Son espacios ancianos,
a un paso ya muy niño de la muerte.
Modelado de historia y de materia,
el espacio requiere de su biógrafo
que arroje las leyendas y lo trate
como hermano de todos en el tiempo,
nativo del gerundio y compatriota
de todo lo que se halla,
si olvidamos la efímera existencia,
a una cuna tan sólo del sepulcro.

(1990)

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