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Miro a un muchacho haciendo sus deberes
desde la ociosa torre temporal
en que me aloja la circunstancial
lejanía de todos mis quehaceres.
 
La situación me otorga los poderes
para considerar en lo ideal
la tarea que observo con trivial
desdén por el destino de otros seres.
 
El muchacho, sus libros, su libreta
se pierden en el fondo de la tarde,
se acercan a la nada y la pereza
 
me impide contemplar que el tiempo reta
al niño y que entre sus entrañas arde
la angustia de la prisa con viveza.

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