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Lees y relees.

Lees y relees aquel poema de palabras tan generales y, a la vez, exactas. Lees con tus ojos, con el designio natural que a la poesía uno otorga. Increíble, pero las palabras se empiezan a soltar.
Y tienes el deseo menguante (pero casi lleno) de caer en los brazos de esa mujer fuego, aún con plena conciencia de arder y acostarte, cansado y blanco, en la cama, como ceniza: la pasión extinta.
Y sigues leyendo: las palabras femeninas abundan en tu cuerpo, en tus sienes, en tus poros montañosos: en el tiempo corporal hay días eternos, soles sin nubes.
Relees, una pared fría comienza a levantarse (no olvidas) y no olvidas lo que fue leer por primera vez, tocar a esa mujer por primera vez, con labios de letras, con uñas sin carne, con pensamientos afilados y veloces.
Pero aquel poema se ha desgastado, una mujer lo termina diciendo: “Dos pechos se alejan como sol y luna, y tu boca es la tierra”, y te sientes tan viento, tan ojo dormido...
Duermes en la almohada de un poema: quizás sueñes con fuego.

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