Me despertaron las voces,
como tantos otros días:
“¡Mata! ¡Matar es tu destino!
¡Mata a toda tu familia!”
Resonaron dentro mío
sus siniestras exigencias,
que mi carne desgarraban
como buitres a su presa:
“¡Mata! ¡Si no es tu familia,
mata a quien a Dios venera!
¿Cómo callar para siempre
estos gritos que te acechan?
Acepta nuestra propuesta.
Es la única manera
de callar, y de por vida,
estas voces que te penan."
Fumé mi último cigarro
y mi rumbo eché al azar:
"Si es cara, matas aquí.
Si es sello, en la capital."
Al fin mi alma descansó,
las voces se convencieron;
cruzando la carretera,
fui libre por un momento.
Vagué la ciudad buscando
la daga celta escogida;
me la guardé en la chaqueta
y partí rumbo a la cita.
Llegué en medio de la misa,
la catedral en silencio;
tomé asiento en una banca
para oír el evangelio:
“Dijo Jesús: ¡Huye Satán,
porque escrito así fue;
Adora al Señor tu Dios
y sirve solamente a él!”
Crucé seguro aquel pasillo
hasta llegar al altar;
y viendo al cura a los ojos
en su cuello hundí el puñal.
El micrófono esparció
los sonidos de su muerte
y el horror pude observar
en el rostro de la gente.
¡Hijo hermoso de la aurora
que del cielo te has caído,
entrega mi alma a otro cuerpo
para cumplir mi destino!
Esas fueron las palabras
que grité como epitafio;
lástima que por la fuerza
el puñal me hayan quitado.
Más digno hubiese sido
morir, junto con el padre,
que vivir mi enfermedad
tras las rejas de esta cárcel.