Hoy miraba tus semillitas
de albahaca
esparcidas sobre húmedo algodón.
Trabajo minucioso
de tus manos.
Y supe que no acepto un adiós.
No acepto que te difumines
como una sombra en mi vida.
Así, manso, sigiloso,
te quiero yo.
Con tus pasos vacilantes
entre el patio
y los corredores.
¡Ah! me sorprendiste
una mañana lluviosa
de invierno gélido,
Había música
en esa afilada cortina
de lluvia,
y tu rostro encandiló mi alma.
¡Qué recuerdos
se me agolpan de pronto
en esta madrugada!
Tu perfil, tu mirar,
aún no han muerto en mí;
puedo tocar de repente
los castaños crespos
de tu nuca...
que me rindieron;
puedo sentir
el aroma
que emanaba de ti.
Han pasado cuarenta y seis años
desde entonces...
y ya no puedo vivir.
Todo nos fue robado,
nuestra mutua juventud...
nuestras risas de antaño
como aguas claras, rebosantes,
se aquietaron ya.
Y una lágrima
resbala inquietante,
y ya estos versos
se disponen a expirar.
Ingrid Zetterberg
Dedicado a mi amado esposo
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4 de octubre de 2,016
De mi poemario “El canto de la tórtola”