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Inmaculada

Me contempla incesante, plácida,
reduciendo mi coraje a un pánico bélico,
retumbante, un patético sentimiento
cuyo ser me entumecía, solía ser
cuán destello del cosmos abraza el alma
hundiéndole astral, procurando quebrarle
sutil e inocentemente el deseo de fugarse.
 
Inconclusa, una mirada insinuante:
desvestía idiosincrasias
mientras saqueaba emociones
lúgubres, disonantes.
 
Húmedos lucían
los inexorables labios de mi Musa
cuya sangría no tan barata
parecía apaciguar sus efectos
con cada sorbo.
 
Su mirada jamás dejó de clavarla
hasta lo más recóndito
de aquellos sentimientos
que despertaban al lado del fuego:
la chimenea de la abuela,
el sonido de las brasas arder,
el eterno blues y nuestros silencios
enardeciendo el infinito deseo
por estrecharle la mano y
besar incluso su pecho
de proporciones medianas,
lleno de lunares que brillaban
cual constelación ante mis ojos.
 
No se puede mirar a alguien
como mi Amada solía,
no despojando el aire y
sobresaltándome el pecho.
Su coquetería desenmascaraba esta fiera
cuya apariencia huye ante su presencia
y exhibe la ternura que no demostré jamás.
El hallazgo de lo incierto, o quizá
una estrella nueva y silenciosa
alzada en el cielo.
 
La Musa era el cielo y el infierno y
no era imposible dejar de imaginarme
su piel erizada pero el masoquismo
se empeñaba en acariciar mi cuello,
deseaba de una vez y por siempre
su magnificencia reiterando la sublimidad
de sus sentimientos hacia mí.
Se acercó. Llevaba ese torpe vestido corto,
negro de lentejuelas –enseñaba sus largas y torneadas piernas de ébano– corriendo el riesgo de ser arrebatado.
 
Posó entonces su cabeza sobre mi hombro,
cruzando las piernas y acariciando
aquella alfombra morada
de largas hebras con su mano izquierda,
me miró y sus besos me alcanzaron,
las comillas de mi mejilla le contaron
cuánto le quiero, y cuánto el universo
necesitaba de ese beso
para postrarme en la eterna e
inconmensurable exclusividad.
 
Sonrió. Se puso sobre sus pies.
Recuerdo mirarle el trasero
mientras caminaba,
sus caderas jugaban en un vaivén
con mis ojos, sus nalgas iban con Lucille,
el blues de B.B King.
Apartó la copa y cambió el casete
por un tema de instrumental jazz que
estaba junto a ese viejo aparato.
 
Corrió hacia mí haciendo un ademán,
insinuando un baile cuyo peligro sensual
residía en hacerle el amor
al te quiero que profesábamos.
 
Nos movíamos al ritmo del lento
y único testigo,
susurrándonos tonterías que
solo los enamorados soportan y
riendo al compás de sus pies
apretando los míos.
Una delicia espiritual: la excitación
nos hacía justo ahí, sin quitarnos la ropa,
abrazándole como el cielo
ha de abrazar las estrellas,
pero siendo esta luminosamente
imperfecta y libremente mía.
 
Una romántica decisión de perderme
bajo encantos ocultos y
oportunidades situadas
en el paraíso que desborda mi Musa
Inmaculada,
de épicos labios y
miradas interminables.
 
¡Un lujo!

2015

Piaciuto o affrontato da...
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