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Luminosa

Un cuento corto a
Sabina Cassiani Ospino.

Metían tu cadáver por el patio, la puerta principal de tu casa,
los vecinos estaban en sus terrazas consternados, abatidos por la ausencia que estremecía el ataúd y unos clamaban por tu alma, otros comentaban en voz baja con sus rostros afligidos como quien apenas puede creer tal desgracia.
Todos de alguna manera estábamos unidos por el oscuro momento. Almas en pena: como una alerta de tsunami o el rumor clandestino de la llegada del Cristo logrando reunir a conocidos, niños, desconocidos o transeúntes en un silencio fatal, heridos por una misma bala.
Tus hijos sollozaban, gemían cual jauría de perros implorándote piedad; las señoronas del lugar cerca de la entrada ocultaban sus lamentos: cubrían sus desfiguradas fauces descompuestas por el lloro insistente y roto mientras sus saltones ojos parecían luchar por permanecer en las cuencas.
Cargado llevaban el féretro e íbamos todos como malnacidos, malditos embriagados por el dolor y el sinsentido del protocolo, errantes, cabizbajos; procurando no interrumpir los pasos de quienes estaban adelante.
El camino se hacía más corto, podía observar –mientras Nelly me llevaba del brazo casi conduciéndome– como el ambiente oscurecía: aunque tú estuvieras allí de alguna forma, soplaba la brisa trayendo un sinsabor fúnebre, tus plantas se lamentaban en una especie de frenesí e incluso las flores ya no se alzaban al cielo con el mismo color y destello de hermosura, tus aves en cautiverio se picoteaban unas a otras: su sonido dejó de ser melifluo cual cancioncilla mañanera que adorna los paisajes apaciguando el alma; ahora turbaban, parecían desesperados por huir antes de presenciar la muerte de una parte del alma de la vida. ¡Cómo quise ser un pajarito!
Estando ya dispuesto el cajón donde reposaba tu ancho y cansado cuerpo quizá fatigado por todo el dolor que evitó la muerte, todos intentaban acercarse a despedirte; indolentes motivados por el morbo, la agónica necesidad de parecer sufridos, y otros carcomidos por la insensible aflicción de saberte postrada y concluida.
Tus hijos se tomaron osados de las manos como sujetando la empuñadura de una espada sin hoja, susurrando una y otra vez plegarias implorando resistencia; pero los alaridos de unos sofocaban aquella fingida entereza y los retorcidos comentarios de otros alimentaban el horror de tus retoños: una cuchillada que al fin desgarró aquel llanto reprimido sin sutilezas ni misericordias.
Salían horrorizados por verte; entonces llegué posandome cual pajarito sobre una cría muerta llena de lamentaciones y poco decoro. Una de mis  manos triste, temblorosa, agónica disimulaba mis gritos fracturados por el desasosiego; la otra sofocada y consoladora se postró en mi pecho:  mi corazón daba vuelcos compulsivos, como llamando a mi ansiedad patológica de acompañante.
Había un vacío en aquel lugar, las tinieblas subieron por mis fríos pies; pude verte ahí cuasi dormida con los labios arrugados en pintura rosa; la piel de aquel cuerpo era pálida y la abundancia de melanina que solías tener ya no resaltaba tu negritud llena de Cartagenidad; el rostro tétrico con aspecto cadavérico desdibujaba tu esencia.
Me interrumpió Nelly jalándome del brazo, reprimiendo mi duelo: me sacaba de allí repitiéndome al oído con mansedumbre su preocupación sosegada de inhumanidad; casi imploraba mi cooperación para salir del patio. Un odio momentáneo afloró por mi piel, ya no podía ver bien o escuchar; la necesidad de gritar me invadió la calma y me sacudía las manos. Jamás había sentido tal desconsuelo porque una vida se apagó.
El agobio de no tenerte físicamente y no poder  escucharte
–mientras reposabas tus piernas regordetas allí sentada en la mecedora del patio más visitado de Olaya Herrera junto a matorrales cual vivero alimentando una atmósfera siempre cordial– me desconsuela irreparablemente. Ahora sé que siempre fuiste tú la vela de todos los cuartos obscuros y tenebrosos, incluso del mío.
                                                      ...
Parecía moribunda entonces decidí marcharme sin comprender cómo aquellas personas permanecían cuasi agustas en charla y compañía. Cómo es posible estar todo el día en obras fúnebres escuchando alaridos, destrozando tu alma con la suma de dolores, mirándonos unos a otros tomando café cuál sala de estar o cómo si de un momento para recordar se tratáse. La enfermiza diplomacia del acompañamiento en aquella improvisada sala de velación me embalsamaba los pies, me restaba respiración.

Eras la paz ornamentada con azahares de esa casona vieja, y sin ti ya no puedo regresar.

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