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Él quería creer en ella...

ÉL quería creer en ella..., pero no podía.
Había andado muchos pasos
y no llegaba a verla, tenía tanta sed,
y no podía beberla,
estaba turbia
y no era esa el agua que necesitaba,
de la cual había tomado una vez,
tan quedo,
que por mucho tiempo
no volvió a experimentar esa sensación.
 
Pero ahora la necesitaba...
y solo ELLA debía ser.
Caminó por escabrosos senderos
y espacios rutilantes,
la buscó en parajes llanos
y en altos páramos, pero...
Nada, la búsqueda resultaba infructuosa.
ELLA no aparecía.
 
Ya deliraba y creía verla a cada paso.
Necesitaba tenerla cerca, tenerla,
y la llamaba como un loco.
ELLA tenía que oírlo,
debía saber cuán necesaria le era
y acudir a su llamado.
 
Ya extenuado,
las estrellas le rodearon
y llevaron por un camino galáctico hasta su gruta.
Calladas, se fueron a cumplir su misión nocturnal
y allí le dejaron.
Solo se escuchaban las notas de un arpa eólica
y la palabra que ÉL adormecido musitaba:
ELLA... ELLA...
 
De pronto,
sintió como si su cuerpo
se cubriera de una agradable humedad,
un aroma delicioso lo rodeaba,
pétalos lo acariciaban.
Sació su sed con vehemencia ardorosa
y en sus labios sintió el néctar inconfundible de ELLA.
 
Entonces creyó en ELLA.
¡Era ELLA!
Acudía a su llamado.
No eran necesarias las palabras,
confundiéronse en un abrazo
que cual destello los unía para siempre;
el sexo de ELLA fue de ÉL,
y el de ÉL fue para siempre de ELLA.
 
Y en esa unión
ÉL dio la bravura,
ELLA la belleza;
ELLA dio el agua
y ÉL dio el espacio.
 
Brotaron entonces,
de aquella gruta,
los mares.

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