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Para la soledad

 
La locuacidad de mis cuadernos
me ha transformado
en un escurridizo imán de frases,
en la onomatopeya
de un inventor de laberintos,
y en el buscador de diccionarios
sobre los que deslizar todos los nombres
con los que quiero definir
el confín de mis secretas alboradas.
 
La ortografía del amor me ha convertido
en un fabricante de cometas
elaboradas por mi voz
para volar en libertad,
revueltas las letras con su impresión
sentida sobre los vientos arrendados
a un ecuador de mares.
 
Tras cada renglón desconcertante
arraigarán los árboles que he de regar,
en cada uno de mis días.
 
Con el porvenir locuaz
de un verso en el oriente de la vida
me recogeré en esta soledad voluntariosa,
vecina de gaviotas y de ánades,
dentro de una atmósfera volátil
engendrada entre algodones de lluvia,
—eterna y ritual vereda de mitos y leyendas—,
caída sobre la caridad de mi cuerpo
cuando se incrusten las hojas,
hijas de nuestro Otoño,
en mis pestañas.
 
Tiempo ha de ser para callar
sin mancilla ni deshonra,
de abandonar en la otra orilla
el prado de la terquedad y del desaliento,
y darle vida a la vida desde el abandono,
horas paridas por la lentitud de las mañanas
en las que jugar al escondite
con un perro vagabundo,
tardes en las que desgastar piedras viejas
sobre las callejuelas pardas
para abrigo de inquietudes,
—ellas, la piedras, nunca me traicionarán—,
noches de lumbre en la mirada,
—por momentos me llamará
la llamarada de mi fuego–,
templanza en mis pies templados
y argamasa de la libertad honrosa
dentro de mis puños.
 
¡Cuantos golpes en mis rodillas,
cuantos cardenales registrados en el alma
se diluirán en el caos de mis carreras!.
 
Me quedaré en el camino
sin preguntarle siquiera a dónde se dirige,
sin interrogar itinerarios,
—a veces saldré sin rumbo
ni deseo de alcanzar algún destino–,
me transmutaré en escribiente plácido
de la ruta de los álamos de un río,
—quizá del Duero,
tal vez del Sar–,
en redactor de la vida descansada
tras los arbustos desangrados
de los que huyen del ruido del Mundo,
mudando por incontables veces de piel
para seguir creciendo,
mudando de moradas mi mirada.
 
Bendeciré el rastro
que mis huellas han de sembrar
allí donde el manantial se vuelva reflexivo,
hasta hacerse tarantella
con su roce sanador entre mis uñas
—el agua avanzará,
siempre canturreará su regocijo–,
allí donde me convertiré en vacío
para ser simple,
ser el absoluto de la nada
donde ondearé como bandera del destino,
—la soledad siempre me ha protegido
entre sus telas–,
contento con el viento en los oídos,
—cuando despierte me respirará el aire—.
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