Del tallo que liba la luz de la estrella
surge el tañido de la campana remota
y luenga; las aguas rompe y la tierra mella
y se disipa la tumba de la mujer ignota.
¡Pero no digan nada!
Ella, postrera, me fustigó con ósculo
furtivo, y con cendales de osadía
llamó a los cimientos de mi cenáculo
mis doce sueños, surcidos de noche y de día.
¡Pero no digan nada!
Y yo, epicentro y osamenta
con facundia insidiosa, en mi desgarre
de seda, azuzando batalla cruenta,
aguardo la rosa que me expíe y me destierre.
¡Pero no digan nada!
Y mi llanto, con cruel alevosía,
ahoga la tierra yerma de la musa,
donde él fénix en su vuelo cía
y rescoldos hay de mi mental escaramuza.
¡Pero no digan nada!
Comulgando por los jardines de la vid,
me derrumbo en mi escombro y grieta.
Plañe mi sombra: «¡Perentorias nubes, morid!»,
y mi alma, al coronar la noche, se incompleta.
¡Pero no digan nada!