Loading...

Crónica de un lento adiós

Ese día del mes de noviembre cercano al fin del segundo milenio, tenía un velo funesto, un telón transparente que muestra un poco más de lo que ella creía ver. Se levantó y se puso un jean negro y una remera negra. Se miró al espejo y pensó:

—Parezco de luto.

Ya esa sensación le resultó extraña, pero el canto de su hijo mientras jugaba la distrajo.

–A la una viene Igor – le dijo al pequeño.

—Vamos a la ferretería.

Salieron caminando del edificio por las mismas veredas que nada sabían de presagios. El ruido de las bocinas y la ciudad de Buenos Aires latiendo, más viva que nunca.

Uriel sonreía, miraba los árboles y jugaba con su auto volador. Por debajo de cada baldosa hay una historia que la ciudad guarda con recelo, mientras los transeúntes caminan sin saberlo. Un guante caído, una botella de cerveza vacía, una pila de diarios viejos, un colchón manchado.

Esta historia quedó guardada para siempre en la memoria de esas baldosas que fueron testigo de lo inesperado de lo impredecible.

Estaban esperando a Igor con sus lijas y sus pinceles de colores. Ya la pintura estaba comprada: tres latas de látex blanco para una reja oxidada como el tiempo de Igor. Uriel sabia que su tío iba a jugar con el a la pelota y no le importaba mucho la pintura.El patio era una pequeña cancha de fútbol donde el corría y reía, nada sabia del óxido que corroe el tiempo.

Sonó el teléfono. Una llamada y un grito desgarrador que despertó cada ladrillo dormido del edificio.

–¡No! ¡No puede ser!– se escuchó.

Las puertas de los vecinos se abrieron y el timbre de la puerta sonó.Ella abrió llorando y se abrazó desesperada al portero diciéndole:

—¡Mi hermano murió!

La muerte sin pedir permiso esa tarde arrebató cada gota de color y todo el universo se oxidó.

Los vecinos la miraban sin pronunciar palabra. Ella salió con su hijo de la mano repitiendo en voz alta:

—¿Cómo se lo digo?

¿Cómo se podría anunciar la muerte de un hijo? No hay manera, ni protocolo, ni palabras.

–No sé– se decía como una loca en voz alta, mientras paraba un taxi y seguía repitiendo: ¿cómo se lo digo?

Podría decirse que estaba shockeada, mareada, acuchillada, atravesada por el filo helado de la muerte. Aún así caminaba y lloraba, como una autómata, sin vida pero con la vida de la mano.

El taxista hablaba de un tal Dios y ella no escuchaba solo sentía su dolor como un punto final.

Ella seguía repitiendo ese día la pregunta que no tenía respuesta.

El día tenía un velo funesto que se develó y cada baldosa en el trayecto de ese viaje fue guardando las imágenes de una lenta despedida.

Ilustración: Anna Silivonchic

Liked or faved by...
Other works by Leonora Andrea Gelemur...



Top