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Un pesito

Los chiquillos apenas oyen otras voces ajenas a las suyas: solo él distingue al padre que, como siempre, lo llama en lo mejor del juego.

El niño recoge trompo y pita, y hecho un bólido entra en la casa. Descalzo, suciote y con un short destartalado, extiende la mano.

—Un pesito al cinco, anoche soñé con unas monjas, y quién sabe...

Regresa veloz por donde juegan sus amigos. Apenas los mira: no puede detenerse ni dejar caer el peso: moneda amarilla que tal vez se transforme en otras setenta monedas amarillas. El niño casi nunca elige el número: si de él dependiera, pediría mariposa, marinero o mujer santa, tan inquietante. Están la monja, la mujer santa, la mujer mala, la viuda: todo está lleno de mujeres, como su casa, con solo dos hombres: él y su padre.
Se cruza con un gato: a lo mejor cambie la monja por el gato. Huidizo el minino, como la suerte: si le pone el peso al gato y sale el cinco, el padre lo mata; si no lo hace y sale el cuatro, el remordimiento. Si tuviera otro peso... Pero hoy solo tiene uno: o la monja o el gato. Tiene que decidirlo rápido, antes de llegar a casa de la China.

La China es buena gente. Vive sola y es muy discreta, no solo apunta, también soba el empacho, por las piernas, por donde duele tanto pero cura más. El niño lo sabe bien: cada vez que come plátanos verdes fritos tiene que ir corriendo donde la China. Hasta le ha puesto su pesito a los plátanos, pero nada, solo sirven para enfermarlo. Pero cuando va como ahora, tranquilo, pues salvo la duda nada le duele, la China repite lo mismo: “Ay, muchacho, no sé cómo te atreves. Que tu papá no se entere: fíjate que él es militante del Partido, y le pueden hacer mucho daño si saben que en su casa alguien juega.” El niño la mira en silencio. Solo quiere salir rápido de allí, dejar el peso, volver con sus amigos y con el trompo que, como la suerte, gira sin parar.

Tomado de "El escritor y la bibliotecaria", Ed. Ácana, Camagüey, 2018.

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