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La seriedad de los niños

La primera y la última imagen que recuerdo de Europa es la seriedad de los niños. Una tristeza honda, acusadora, que nos golpea por las calles en largas miradas responsables de criaturas que parecen contener todo el sufrimiento.
Los niños de París despiertan a un mundo de perfecciones intelectuales y lo asumen con pasmosa serenidad. Contestan con frases rotundas, con gestos exactos; respiran el arte y lo intuyen. Conmueve oír los comentarios espontáneos de un grupo de chiquilines frente a un cuadro del Louvre. Oírlos cantar una canción rebosante de literatura, discutir a Picasso.
La otra mañana, tuve la impresión cabal de la diferencia que existe entre nuestros niños y los franceses. En un homenaje de pueblo, un grupo de escolares cantaba el himno a Sarmiento, a todo pulmón. La voces, chillonas, impetuosas, brotaban con vitalidad de pájaro salvaje, rectas, desordenadas, inarmónicas. Los niños franceses cantan domesticadamente, con una afinada dulzura, con responsabilidad, todos son o pueden ser pequeños cantores.
En un país donde el privilegio malcría y desresponsabiliza, desde la primera edad somos melancólicos, de preferencia en un jardín, y esa es la mentira y el drenaje de nuestra vitalidad. Los niños de Europa son trágicos, esclavos de negros corredores de ciudad, conscientes de la amenaza y el desastre, frágiles y sinceros. Es imposible no sentirse culpable ante sus ojos acusadores. Aun desde los cochecitos, bajo el económico sol de los jardines de Luxemburgo, nos vigilan chupetes incrustados en enigmáticas esfinges con gorro tejido.
Quizás ignoramos que todos los niños son serios. Unos trágicos, otros melancólicos, otros disimulados, siempre están más allá de la cárcel de tonteras en que pretendemos encerrarlos y distraerlos de la verdad. Este secreto lo saben sólo compañeros imaginarios, hojitas de jardín arrugadas en una mano sucia, zoológicos minúsculos en cajas de zapatos; en fin, todo ese universo que puebla y desampara la soledad de un niño.

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