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Entre la piedra y la flor

A Teodoro Cesarman

I

 
Amanecemos piedras.
Nada sino la luz. No hay nada
sino la luz contra la luz.
 
La tierra:
palma de una mano de piedra.
 
El agua callada
en su tumba calcárea.
El agua encarcelada,
húmeda lengua humilde
que no dice nada.
 
Alza la tierra un vaho.
Vuelan pájaros pardos, barro alado.
El horizonte:
unas cuantas nubes arrasadas.
 
Planicie enorme, sin arrugas.
El henequén, índice verde,
divide los espacios terrestres.
Cielo ya sin orillas.
 

II

 
¿Qué tierra es ésta?
¿Qué violencias germinan
 
bajo su pétrea cascara,
qué obstinación de fuego ya frío,
años y años como saliva que se acumula
y se endurece y se aguza en púas?
 
Una región que existe
antes que el sol y el agua
alzaran sus banderas enemigas,
una región de piedra
creada antes del doble nacimiento
de la vida y la muerte.
 
En la llanura la planta se implanta
en vastas plantaciones militares.
Ejército inmóvil
frente al sol giratorio y las nubes nómadas.
 
El henequén, verde y ensimismado,
brota en pencas anchas y triangulares:
es un surtidor de alfanjes vegetales.
El henequén es una planta armada.
 
Por sus fibras sube una sed de arena.
Viene de los reinos de abajo,
empuja hacia arriba y en pleno salto
su chorro se detiene,
convertido en un hostil penacho,
verdor que acaba en puntas.
Forma visible de la sed invisible.
 
El agave es verdaderamente admirable:
su violencia es quietud, simetría su quietud.
 
Su sed fabrica el licor que lo sacia:
es un alambique que se destila a sí mismo.
 
Al cabo de veinticinco años
alza una flor, roja y única.
Una vara sexual la levanta,
llama petrificada.
Entonces muere.
 

III

 
Entre la piedra y la flor, el hombre:
el nacimiento que nos lleva a la muerte,
la muerte que nos lleva al nacimiento.
 
El hombre,
sobre la piedra lluvia persistente
y río entre llamas
y flor que vence al huracán
y pájaro semejante al breve relámpago:
el hombre entre sus frutos y sus obras.
 
El henequén,
verde lección de geometría
sobre la tierra blanca y ocre.
Agricultura, comercio, industria, lenguaje.
Es una planta vivaz y es una fibra,
es una acción en la Bolsa y es un signo.
 
Es tiempo humano,
tiempo que se acumula,
tiempo que se dilapida.
 
La sed y la planta,
la planta y el hombre,
el hombre, sus trabajos y sus días.
 
Desde hace siglos de siglos
tú das vueltas y vueltas
con un trote obstinado de animal humano:
tus días son largos como años
y de año en año tus días marcan el paso;
no el reloj del banquero ni el del líder:
el sol es tu patrón,
de sol a sol es tu jornada
y tu jornal es el sudor,
rocío de cada día
que en tu calvario cotidiano
se vuelve una corona transparente
—aunque tu cara no esté impresa
en ningún lienzo de Verónica
ni sea la de la foto
del mandamás en turno
que multiplican los carteles:
tu cara es el sol gastado del centavo,
universal rostro borroso;
tú hablas una lengua que no hablan
los que hablan de ti desde sus pulpitos
y juran por tu nombre en vano,
los tutores de tu futuro,
los albaceas de tus huesos:
tu habla es árbol de raíces de agua,
subterráneo sistema fluvial del espíritu,
y tus palabras van descalzas, de puntillas
de un silencio a otro silencio;
tú eres frugal y resignado y vives,
como si fueras pájaro,
de un puño de pinole en un jarro de atole;
tú caminas y tus pasos
son la llovizna en el polvo;
tú eres aseado como un venado;
tú andas vestido de algodón
y tu calzón y tu camisa remendados
son más blancos que las nubes blancas;
tú te emborrachas con licores lunares
y subes hasta el grito como el cohete
y como él, quemado, te desplomas;
tú recorres hincado las estaciones
y vas del atrio hasta el altar
y del altar al atrio
con las rodillas ensangrentadas
y el cirio que llevas en la mano
gotea gotas de cera que te queman;
tú eres cortés y ceremonioso y comedido
y un poco hipócrita como todos los devotos
y eres capaz de triturar con una piedra
el cráneo del cismático y el del adúltero;
tú tiendes a tu mujer en la hamaca
y la cubres con una manta de latidos;
tú, a las doce, por un instante,
suspendes el quehacer y la plática,
para oír, repetida maravilla,
dar la hora al pájaro, reloj de alas;
 
tú eres justo y tierno y solícito
con tus pollos, tus cerdos y tus hijos;
como la mazorca de maíz
tu dios está hecho de muchos santos
y hay muchos siglos en tus años;
un guajolote era tu único orgullo
y lo sacrificaste un día de copal y ensalmos;
tú llueves la lluvia de flores amarillas,
gotas de sol, sobre el hoyo de tus muertos
 
—mas no es el ritmo oscuro,
el renacer de cada día
y el remorir de cada noche,
lo que te mueve por la tierra:
 
 

IV

 
El dinero y su rueda,
el dinero y sus números huecos,
el dinero y su rebaño de espectros.
 
El dinero es una fastuosa geografía:
montañas de oro y cobre,
ríos de plata y níquel,
árboles de jade
y la hojarasca del papel moneda.
 
Sus jardines son asépticos,
su primavera perpetua está congelada,
son flores son piedras preciosas sin olor,
sus pájaros vuelan en ascensor,
sus estaciones giran al compás del reloj.
 
El planeta se vuelve dinero,
el dinero se vuelve número,
el número se come al tiempo,
el tiempo se come al hombre,
el dinero se come al tiempo.
 
La muerte es un sueño que no sueña el dinero.
 
El dinero no dice tú eres:
el dinero dice cuánto.
 
Más malo que no tener dinero
es tener mucho dinero.
 
 
Saber contar no es saber cantar.
 
Alegría y pena
ni se compran ni se venden.
 
La pirámide niega al dinero,
el ídolo niega al dinero,
el brujo niega al dinero,
la Virgen, el Niño y el Santito
niegan al dinero.
 
El analfabetismo es una sabiduría
ignorada por el dinero.
 
El dinero abre las puertas de la casa del rey,
cierra las puertas del perdón.
 
El dinero es el gran prestidigitador.
Evapora todo lo que toca:
tu sangre y tu sudor,
tu lágrima y tu idea.
El dinero te vuelve ninguno.
 
Entre todos construimos
el palacio del dinero:
el gran cero.
 
No el trabajo: el dinero es el castigo.
El trabajo nos da de comer y dormir:
el dinero es la araña y el hombre la mosca!
El trabajo hace las cosas:
el dinero chupa la sangre de las cosas.
El trabajo es el techo, la mesa, la cama:
el dinero no tiene cuerpo ni cara ni alma.
 
El dinero seca la sangre del mundo,
sorbe el seso del hombre.
 
Escalera de horas y meses y años:
allá arriba encontramos a nadie.
 
Monumento que tu muerte levanta a la muerte.

(1937)

#EscritoresMexicanos 1937/México, 1976 Mérida,

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