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Mi casa, mi gente, mi tierra

Todo comienza en un jardín, lo recuerdo, me recuerdo. Un jardín con niño, a tientas, me adentro. Pasillos, puertas que dan a un cuarto de hotel, a una interjección, a un páramo urbano. Y entre el bostezo y el abandono, tú, intacto, verdor sitiado por tanta muerte, jardín revisto esta noche. Sueños insensatos y lúcidos, geometría y delirio entre altas bardas de adobe. La glorieta de los pinos, ocho testigos de mi infancia, siempre de pie, sin cambiar nunca de postura, de traje, de silencio. El montón de pedruscos de aquel pabellón que no dejó terminar la guerra civil, lugar amado por la melancolía y las lagartijas. Los yerbales, con sus secretos, su molicie de verde caliente, sus bichos agazapados y terribles. La higuera y sus consejas. Los adversarios: el floripondio y sus lámparas blancas frente al granado, candelabro de joyas rojas ardiendo en pleno día. El membrillo y sus varas flexibles con las que arrancaba ayes al aire matinal. La lujosa mancha de vino de la buganvilia sobre el muro inmaculado, blanquísimo. El sitio sagrado, el lugar infame, el rincón del monólogo: la orfandad de una tarde, los himnos de una mañana, los silencios, aquel día de gloria entrevista, compartida.

Arriba, en la espesura de las ramas, entre los claros del cielo y las encrucijadas de los verdes, la tarde se bate con espadas transparentes. Piso la tierra recién llovida, los olores ásperos, las yerbas vivas. El silencio se yergue y me interroga. Pero yo avanzo y me planto en el centro de mi memoria. Aspiro largamente el aire cargado de porvenir. Vienen oleadas de futuro, rumor de conquistas, descubrimientos y esos vacíos súbitos con que prepara lo desconocido sus irrupciones. Silbo entre dientes y mi silbido, en la limpidez admirable de la hora, es un látigo alegre que despierta alas y echa a volar profecías. Y yo las veo partir hacia allá, al otro lado, a donde un hombre encorvado escribe trabajosamente, en camisa, entre pausas furiosas, estos cuantos adioses al borde del precipicio.

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