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Hacía por lo menos veinte años que Aníbal Sastre conocía a Bernardo Giudice y Amanda Doria. Ni uno ni otra integraban el círculo más o menos estrecho de sus amigos, pero Bernardo y él habían estudiado en el Elbio Fernández (aunque Giudice era un año mayor y en consecuencia también había regresado un año antes) en tanto que Amanda (Mandita para los allegados) era, y continuaba siéndolo, la mejor amiga de sus primas. Precisamente fue una de éstas la que le informó que Mandita y Bernardo se casaban. Él registró la noticia como un dato más de la actualidad generacional. Nunca había sido muy propenso al matrimonio, pero no tenía objeciones contra quienes voluntariamente se arrojaban al precipicio. Allá ellos, solía decirse frente al espejo que registraba su competente imagen de soltero en perpetua disponibilidad.
     La víspera de la boda se enteró de que esa misma noche le daban a Bernardo Giudice la consabida despedida de soltero. No era suficientemente amigo como para que lo invitaran, de modo que no le dio a esa omisión la menor importancia. Por otra parte, se había comprometido a asistir a un cóctel que daban en la Embajada francesa, donde tenía no pocos amigos, así que decidió concurrir.
     Llegó cuando la reunión estaba bastante animada. Desde lejos detectó la presencia de Amanda (le llamó la atención, pues recordó que esa noche era su víspera), saludada y felicitada, seguramente con motivo de su boda tan cercana. Amanda hablaba francés casi sin acento, con extraordinaria fluidez, y esa habilidad indudablemente le había servido para granjearle amigos entre los miembros de la colonia. Aníbal Sastre estuvo en varias ruedas, whisky primero y luego champán en mano. Hablaron de Mitterrand, de Le Pen, del próximo Bicentenario de la Revolución, del referéndum sobre la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (oh là là, c’est un nom en trois volumes, bromeó un recién nombrado profesor del Lycée Français, y otro, más veterano: Ce n’est qu’une périphrase).
     De pronto sintió en la nuca una mirada insistente, se dio vuelta y encontró, en el otro extremo de la sala, los ojos de Amanda Doria. Le hizo con la mano un saludo amistoso y decidió acercarse para felicitarla él también. Amanda estaba radiante, más linda que de costumbre, y lo recibió con una sonrisa luminosa. En homenaje a los anfitriones, se besaron a la francesa, en ambas mejillas, y, como era previsible, Aníbal preguntó por Bernardo. Allá estará, dijo ella, en su despedida, espero que no me lo deterioren demasiado, a veces hay despedidas que son brutales. No te preocupes, dijo él, eso sólo sucedía antes, la dictadura y la crisis nos han vuelto más cautelosos y menos guarangos. Hablaron de la luna de miel (sería en Río), de la linda casita que les habían regalado los padres de Bernardo.
     De pronto Amanda se calló, Aníbal se quedó por unos instantes sin tema, y entonces ella dijo: Aunque no lo parezca, estoy muy fatigada, ha sido una jornada de muchas emociones. Aníbal, ¿te vendría muy mal llevarme a casa? Por supuesto que no, vámonos cuando quieras, a mí también me cansan estas reuniones de compromiso. Salieron sin hacerse notar y por separado. Ella esperó en la puerta y a los cinco minutos apareció Aníbal con su Volkswagen. ¿Tus padres siempre viven en la Aguada? Ella asintió. ¿Y vos, dónde estás ahora, desde que sos todo un ejecutivo? Acabo de comprar un apartamento en Pocitos, a dos cuadras de la Rambla. Qué bien, dijo ella, me encantaría conocerlo. Por supuesto, dijo Aníbal, cuando vos y Bernardo regresen de Río, lo combinamos y se vienen una noche. Ella le aceptó un cigarrillo, dejó que él se lo encendiera y aspiró ansiosamente el humo. ¿Sería mucho pedirte que me lo mostraras hoy, ahora? ¿Ahora? repitió Aníbal, algo sobresaltado. Sí, ahora, dijo ella, obstinada. Naturalmente, vamos. Ni él ni ella dijeron nada más, cada uno sumido en sus cavilaciones.
     Cuando llegaron, Aníbal abrió automáticamente la puerta del garaje, la ayudó a descender y entraron en el ascensor. Mientras subían, el espejo les devolvió la imagen de un Aníbal bastante perplejo y una Amanda nerviosa pero decidida. Ya en el apartamento, él dijo: Ponete cómoda, ¿querés un traguito? Sí, para agarrar coraje, dijo ella y se quitó el tapado. Él fue a buscar botella, hielo y vasos. Cuando regresó, Amanda estaba en el amplio sofá, semitendida y sin zapatos. Aníbal había empezado a servir el whisky, cuando ella lo interrumpió: Sentate aquí, conmigo. Él no vaciló en dejar la botella y seguir la sugerencia.
     Aunque a esta altura ya no se sorprendía de nada, se quedó con la boca abierta cuando ella le preguntó si la encontraba atractiva. Mucho, dijo, reponiéndose, y hoy estás particularmente linda. Ella le tocó suavemente la mejilla y dijo: Vos también me gustás. Todo estaba claro, así que Aníbal besó aquella mano con alianza y cintillo, luego atrajo lentamente a su dueña, la besó ahora en los labios, todavía sin lujuria, pero ésta compareció de inmediato ante la inequívoca respuesta de la otra boca.
     El brazo de Aníbal investigó en la espalda de ella hasta que encontró la cremallera y fue abriendo el cierre. Ella se puso de pie para que el vestido resbalara hasta el suelo. No llevaba sostenes, así que los pechitos quedaron a merced de las manos del hombre. Éste la tomó en brazos y la llevó al dormitorio. Mientras se iba quitando su propia ropa, y a pesar de la excitación, que en cierta manera le complicó el despojo de los pantalones, Aníbal no conseguía resolver el problema, por qué conmigo y precisamente esta noche, a pocas horas de, etcétera. Pero el deseo pudo más que la cavilación y lo acercó definitivamente a aquel cuerpo perfecto que, como pudo comprobar algunos minutos más tarde, aún no había sido estrenado. Amanda aguantó lo mejor que pudo el dolor pertinente, y al final, sólo al final, y debido en buena parte a la experimentada dulzura que el hombre imprimió a su vaivén, pudo también ella disfrutar del festín. Mandita, decía él, yo no sabía, Mandita, sos bárbara vos. Por fin él fue a buscar los postergados tragos y brindaron por el instante, tres hurras por el instante. Ella parecía tan feliz y él se sentía tan pletórico, que media hora más tarde volvieron a hacerlo y ahora todo anduvo mejor, casi sin sufrimiento y con mucho placer. Después ella dijo: Ya es tarde, tengo que irme, y empezó a vestirse. También él. ¿Te llevo? Si sos tan bueno.
     Bajaron al garaje sin encontrarse con nadie, subieron al Volkswagen y, una vez en la calle, Aníbal se dirigió hacia la Aguada. Durante el viaje, ella de vez en cuando le tomaba el brazo o, como ahora, le acariciaba la nuca. Todo estuvo estupendo, dijo ella. Sí Mandita. Seguramente te preguntarás por qué lo hice. Sí, me lo pregunto, pero no tenés por qué explicarme nada. Ya sé, pero voy a explicártelo. Después de todo, tenés el derecho de saberlo, ¿no? Lo quiero mucho a Bernardo, pero siempre tuve la obsesión de no llegar virgen al sacrificio. ¿Qué iba a pensar Bernardo de mí, si yo llegaba virgen? Pues, lo que se piensa en estos tiempos: que era una puritana, una pacata, una monjita. Además, hacerlo en la víspera no lo convierte en cornudo, lo que sería horrible, yo jamás lo haría. Y, por último, quiero que, desde el comienzo, él sepa que no es mi descubridor, que no es mi amo. Aníbal la miró, sorprendido y sonriente: ¿Y se puede saber quién es tu descubridor, quién es tu amo? Ante el tonito presuntuoso, ella soltó una carcajada: Tampoco vos, querido, porque no me negarás que, después de todo, fui yo la que te usé, con muchísimo gusto, lo reconozco, pero te usé.
     Sólo entonces Aníbal se decidió a retirar con su propia mano y de su propia nuca aquella otra mano, suave, sensual y voluntariosa, que a partir de ese instante dejó de ser la de Mandita para convertirse en la de Amanda Doria, inminente señora de Giudice.

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