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¡Cuántas veces al pie de las musgosas
paredes que la guardan
oí la esquila que al mediar la noche
a los maitines llama!
 
¡Cuántas veces trazó mi triste sombra
la luna plateada,
junto a la del ciprés, que de su huerto
se asoma por las tapias!
 
Cuando en sombras la iglesia se envolvía
de su ojiva calada,
¡cuántas veces temblar sobre los vidrios
vi el fulgor de la lámpara!
 
Aunque el viento en los ángulos oscuros
de la torre silbara,
del coro entre las voces percibía
su voz vibrante y clara.
 
En las noches de invierno, si un medroso
por la desierta plaza
se atrevía a cruzar, al divisarme,
el paso aceleraba.
 
Y no faltó una vieja que en el torno
dijese a la mañana
que de algún sacristán muerto en pecado
acaso era yo el alma.
 
A oscuras conocía los rincones
del atrio y la portada;
de mis pies las ortigas que allí crecen
las huellas tal vez guardan.
 
Los búhos, que espantados me seguían
con sus ojos de llamas,
llegaron a mirarme con el tiempo
como a un buen camarada.
 
A mi lado, sin miedo, los reptiles
se movían a rastras;
¡hasta los mudos santos de granito
vi que me saludaban!
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