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La espada de aquel Borges no recuerda
sus batallas. La azul Montevideo
largamente sitiada por Oribe,
el Ejército Grande, la anhelada
y tan fácil victoria de Caseros,
el intrincado Paraguay, el tiempo,
las dos balas que entraron en el hombre,
el agua maculada por la sangre,
los montoneros en el Entre Ríos,
la jefatura de las tres fronteras,
el caballo y las lanzas del desierto,
San Carlos y Junín, la carga última...
Dios le dio resplandor y estaba ciega.
Dios le dio la epopeya. Estaba muerta.
Quieta como una planta nada supo
de la mano viril ni del estrépito
ni de la trabajada empuñadura
ni del metal marcado por la patria.
Es una cosa más entre las cosas
que olvida la vitrina de un museo,
un símbolo y un humo y una forma
curva y cruel y que ya nadie mira.
Acaso no soy menos ignorante.
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