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A Vicente Martínez

La escena, en un salón familiar. La madre, blanca, y su hijo. Un niño negro, uno chino, uno judío, que están de visita. Todos de doce años más o menos. La madre, sentada, hace labor, mientras a su lado, ellos juegan con unos soldaditos de plomo.

I

LA MADRE.-    (Dirigiéndose al grupo.)  ¿No ven? Aquí están mejor que allá, en la calle... No sé cómo hay madres despreocupadas, que dejan a sus hijos solos todo el día por esos mundos de Dios.  (Se dirige al niño negro.)  Y tú, ¿cómo te llamas?

EL NEGRO.-   ¿Yo? Manuel.  (Señalando al chino.)  Y este se llama Luis.  (Señalando al judío.)  Y este se llama Jacobo...

LA MADRE.-   Oye, ¿sabes que estás enterado, eh? ¿Vives cerca de aquí?

EL NEGRO.-  ¿Yo? No, señora.  (Señalando al chino.)  Ni este tampoco.  (Señalando al judío.)  Ni este...

 EL JUDÍO.- Yo vivo por allá por la calle de Acosta, cerca de la Terminal. Mi papá es zapatero. Yo quiero ser médico.—263   Tengo una hermanita que toca el piano, pero como en casa no hay piano, siempre va a casa de una amiga suya, que tiene un piano de cola... El otro día le dio un dolor...

LA MADRE.-  ¿Al piano de cola o a tu hermanita?

EL JUDÍO.-   (Ríe.)  No; a la amiga de mi hermanita. Yo fui a buscar al doctor...

LA MADRE.-  ¡Anjá! Pero ya se curó, ¿verdad?

 EL JUDÍO.- Sí; se curó en seguida; no era un dolor muy fuerte...

LA MADRE.-   ¡Qué bueno!  (Dirigiéndose al niño chino.)  ¿Y tú? A ver, cu éntame. ¿Cómo te llamas tú?

EL CHINO.-   Luis...

LA MADRE.-  ¿Luis? Verdad, hombre, si hace un momento lo había chismeado el pícaro de Manuel... ¿Y qué, tú eres chino de China, Luis? ¿Tú sabes hablar en chino?

EL CHINO.-   No, señora; mi padre es chino, pero yo no soy chino. Yo soy cubano, y mi mamá también.

EL HIJO.-  ¡Mamá! ¡Mamá!  (Señalando al chino.)  El padre de este tenía una fonda, y la vendió...

LA MADRE.-  ¿Sí? ¿Y cómo lo sabes tú, Rafaelito?

EL HIJO.-    (Señalando al chino.)  Porque este me lo dijo. ¿No es verdad, Luis?

EL CHINO.-  Verdad, yo se lo dije, porque mamá me lo contó.

LA MADRE.-   Bueno, a jugar, pero sin pleitos, ¿eh? No quiero disputas. Tú, Rafael, no te cojas los soldados para ti sólo, y dales a ellos también...

EL HIJO.-  Sí, mama, si ya se los repartí. Tocamos a seis cada uno. Ahora vamos a hacer una parada, porque los soldados se marchan a la guerra...

LA MADRE.-  Bueno, en paz, y no me llames, porque estoy por allá dentro...  (Vase.)

II

Los niños, solos, hablan mientras juegan con sus soldaditos.

EL HIJO.-   Estos soldados me los regaló un capitán que vive ahí enfrente. Me los dio el día de mi santo.

EL NEGRO.-  Yo nunca he tenido soldaditos como los tuyos. Oye: ¿no te fijas en que todos son iguales?

EL JUDÍO.-   ¡Claro! Porque son de plomo. Pero los soldados de verdad...

EL HIJO.-  ¿Qué?

EL JUDÍO.-  ¡Pues que son distintos! Unos son altos y otros más pequeños. ¿Tú no ves que son hombres?

EL NEGRO.-  Sí, señor; los hombres son distintos. Unos son grandes, como este dice, y otros son más chiquitos. Unos negros y otros blancos, y otros amarillos  (señalando al chino)  como este... Mi maestra dijo en la clase el otro día que los negros son menos que los blancos... ¡A mí me dio una pena!..

EL JUDÍO.-  Sí... También un alemán que tiene una botica en la calle de Compostela me dijo que yo era un perro, y que a todos los de mi raza los debían matar. Yo no lo conozco ni nunca le hice nada. Y ni mi mamá ni mi papá tampoco... ¡Tenía más mal carácter!...

EL CHINO.-  A mí me dijo también la maestra, que la raza amarilla era menos que la blanca... La blanca es la mejor...

EL HIJO.-   Sí, yo lo leí en un libro que tengo: un libro de geografía. Pero dice mi mamá que eso es mentira; que todos los hombres y todos los niños son iguales. Yo no sé cómo va a ser, porque fíjate que ¿no ves?, yo tengo la carne de un color, y tú  (se dirige al chino)  de otro, y tú  (se dirige al negro)  de otro, y tú  (se dirige al judío)  y tú... ¡Pues mira qué cosa! ¡Tú no, tú eres blanco igual que yo!

EL JUDÍO.-   Es verdad; pero dicen que como tengo la nariz, así un poco... no sé... un poco larga, pues que soy menos que otras gentes que la tienen más corta. ¡Un lío! Yo me fijo en los hombres y en otros muchachos por ahí, que también tienen la nariz larga, y nadie les dice nada...

EL CHINO.-  ¡Porque son cubanos!

EL NEGRO.-    (Dirigiéndose al chino.)  Sí... Tú también eres cubano, y tienes los ojos prendidos como los chinos...

EL CHINO.-   ¡Porque mi padre era chino, animal!

EL NEGRO.-   ¡Pues entonces tú no eres cubano! ¡Y no tienes que decirme animal! ¡Vete para Cantón!

EL CHINO.-   ¡Y tú, vete para África, negro!

EL HIJO.–  ¡No griten, que viene mamá, y luego va a pelear!

EL JUDÍO.-   ¿Pero tú no ves que este negro le dijo chino?

EL NEGRO.-  ¡Cállate, tú, judío, perro, que tu padre es zapatero y tu familia...!

EL JUDÍO.-  Y tu, carbón de piedra, y tú, mono, y tú...

 

(Todos se enredan a golpes, con gran escándalo. Aparece la madre, corriendo.)

III

LA MADRE.-  ¡Pero qué es eso! ¿Se han vuelto locos? ¡A ver, Rafaelito, ven aquí! ¿Qué es lo que pasa?

EL HIJO.-  Nada, mamá, que se pelearon por el color...

LA MADRE.-  ¿Cómo por el color? No te entiendo...

EL HIJO.-  Sí, te digo que por el color, mamá...

EL CHINO.-   (Señalando al negro.)  ¡Señora, porque este me dijo chino, y que me fuera para Cantón!

EL NEGRO.-  Sí, y tú me dijiste negro, y que me fuera para África...

LA MADRE.-   (Riendo.)  ¡Pero, hombre! ¿Será posible? ¡Si todos son lo mismo!...

EL JUDÍO.-  No, señora; yo no soy igual a un negro...

EL HIJO.-  ¿Tú ves, mamá, como es por el color?

EL NEGRO.-  Yo no soy igual a un chino...

EL CHINO.-  ¡Míralo! ¡Ni yo quiero ser igual a ti!

EL HIJO.-  ¿Tú ves, mamá, tú ves?

LA MADRE.-   (Autoritariamente.)  ¡Silencio! ¡Sentarse y escuchar!

(Los niños obedecen, sentándose en el suelo, próximos a la madre, que comienza)

La sangre es un mar inmenso
que baña todas las playas...
Sobre sangre van los hombres,
navegando en sus barcazas:
reman, que reman, que reman,
¡nunca de remar descansan!
Al negro de negra piel
la sangre el cuerpo le baña;
la misma sangre, corriendo,
hierve bajo carne blanca.
¿Quién vio la carne amarilla,
cuando las venas estallan,
sangrar sino con la roja
sangre con que todos sangran?
¡Ay del que separa niños,
porque a los hombres separa!
El sol sale cada día,
va tocando en cada casa,
da un golpe con su bastón,
y suelta una carcajada...
¡Que salga la vida al sol,
de donde tantos la guardan,
y veréis como la vida
corre de sol empapada!
La vida vida saltando,
la vida suelta y sin vallas,
vida de la carne negra,
vida de la carne blanca,
y de la carne amarilla,
con sus sangres desplegadas...

(Los niños, fascinados, se van levantando, y rodean a la madre, que los abraza formando un grupo con ellos, pegados a su alrededor. Continúa):

Sobre sangre van los hombres
navegando en sus barcazas:
reman, que reman, que reman,
¡nunca de remar descansan!
¡Ay de quien no tenga sangre,
porque de remar acaba,
y si acaba de remar,
da con su cuerpo en la playa,
un cuerpo seco y vacío,
un cuerpo roto y sin alma,
un cuerpo roto y sin alma!...

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