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La noche en que colocan a Osvaldo (tres años recién cumplidos) por primera vez frente a un televisor (se exhibe un drama británico de hondas resonancias), queda hipnotizado, la boca entreabierta, los ojos redondos de estupor.
     La madre lo ve tan entregado al sortilegio de las imágenes que se va tranquilamente a la cocina. Allí, mientras friega ollas y sartenes, se olvida del niño. Horas más tarde se acuerda, pero piensa: «Se habrá dormido.» Se seca las manos y va a buscarlo al living.
     La pantalla está vacía, pero Osvaldo se mantiene en la misma postura y con igual mirada extática.
     «Vamos. A dormir», conmina la madre.
     «No», dice Osvaldo con determinación.
     «Ah, no. ¿Se puede saber por qué?»
     «Estoy esperando.»
     «¿A quién?»
     «A ella.»
     Y señaló el televisor.
     «Ah. ¿Quién es ella?»
     «Ella.»
     Y Osvaldo vuelve a señalar la pantalla. Luego sonríe, candoroso, esperanzado, exultante.
     «Me dijo: querido.»

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