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Sed tienes. Y ahora, aunque arrancáramos todos los ríos de su entraña y los allegáramos trémulos, palpitantes, a tu boca, tu sed seguiría flotando por encima de las aguas en tumulto, imposible de anegarse en ellas.

Sed tienes. Y aunque con los dientes rompiéramos nuestras arterias en tus labios, no bastaría toda esta sangre nueva, aún sin nacer aquella tarde, para apagar la llama de tu grito.
Sed tienes. Lo seguiremos oyendo a través de los siglos, a través de los vivos y los muertos.

De monte a monte, de valle en valle, de corazón en corazón, irán rodando esas dos palabras tuyas, terriblemente, inexorablemente irreparables.

Sed tienes... Verdad, Señor, sed tienes para siempre.

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