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A principios del siglo XIX o a fines del XVIII, entran en la circulación del inglés diversos epítetos (eerie, uncanny, weird), de origen sajón o escocés, que servirán para definir aquellos lugares o cosas que vagamente inspiran horror. Tales epítetos corresponden a un concepto romántico del paisaje. En alemán, los traduce con perfección la palabra unheimlich; en español, quizá la mejor palabra es siniestro. Puesta la mente en esa singular cualidad de uncanniness, yo escribí alguna vez: «El Alcázar de Fuego que conocemos en las últimas páginas del Vath Vathek (1782), de William Beckford, es el primer Infierno realmente atroz de la literatura. El más ilustre de los avernos literarios, el doloroso reino de la Comedia, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es válida».
Stevenson (A Chapter on Dreams) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un matiz abominable del color pardo; Chesterton (The Man who was Thursday, VI) imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el Manuscrito encontrado en una botella, habla de un mar austral donde crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero; Melville dedica muchas páginas de Moby Dick a dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena... He prodigado ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la noción de una cárcel1; el de Beckford, los túneles de una pesadilla.
Noches pasadas, en un andén de Constitución, recordé bruscamente un caso perfecto de uncanniness, de horror tranquilo y silencioso, en la entrada misma de la Comedia. El examen del texto confirmó la rectitud de ese recuerdo tardío. Hablo del canto IV del Infierno, uno de los más afamados.
Alcanzadas las páginas finales del Paraíso, la Comedia puede ser muchas cosas, quizá todas las cosas; al principio, es notoriamente un sueño de Dante, y éste, por su parte, no es más que el sujeto del sueño. Nos dice que no sabe cómo fue a dar en la selva oscura, «tant’ era pieno di sonno a quel punto»2; el sonno es metáfora de la ofuscación del alma pecadora, pero sugiere el indefinido comienzo del acto de soñar. Después escribe que la loba que le cierra el camino hace que muchos vivan tristes; Guido Vitali observa que esta noticia no podría surgir de la simple visión de la fiera; Dante lo sabe como sabemos las cosas en los sueños. En la selva aparece un desconocido; Dante, apenas lo ve, sabe que éste ha guardado un largo silencio; otra sabiduría de tipo onírico. El hecho, anota Momígliano, se justifica por razones poéticas, no por razones lógicas. Emprenden su fantástico viaje. Virgilio se demuda al entrar en el primer círculo del abismo; Dante achaca al temor esa palidez. Virgilio afirma que lo mueve la lástima y que él es uno de los réprobos («e di questi cotai son io medesmo»)3. Dante, para disimular el horror de esa afirmación o para decir su piedad, prodiga los títulos reverenciales: «Dimmi, maestro mio, dimmi, segnore»4. Suspiros, suspiros de duelo sin tormento hacen temblar el aire; Virgilio explica que están en el Infierno de aquellos que murieron antes de proclamada la Fe; cuatro altas sombras lo saludan; no hay ni tristeza ni alegría en las caras; son Homero, Horacio, Ovidio y Lucano, y en la diestra de Homero hay una espada, símbolo de su primacía en la épica. Los ilustres fantasmas honran a Dante como a igual y lo conducen a su eterna morada, que es un castillo siete veces rodeado por altos muros (las siete artes liberales o las tres virtudes intelectuales y las cuatro morales) y por un foso (los bienes terrenales o la elocuencia), que atraviesan como si fuera tierra firme. Los habitantes del castillo son gente de mucha autoridad; rara vez hablan y su voz es muy tenue; miran con grave lentitud. En el patio del castillo hay un césped de verdor misterioso; Dante, desde una altura, ve a personajes clásicos y bíblicos y a tal cual musulmán («Averois, che’l gran comento feo»).5 Alguno se destaca por un rasgo que lo hace memorable («Cesare armato, con li occhi grifagni»)6; otro, por una soledad que lo agranda («e solo, in parte, vidi’l Saladino»)7, viven en un anhelo sin esperanza; no padecen dolor, pero saben que Dios los excluye. Un árido catálogo de nombres propios, menos estimulantes que informativos, da fin al canto.
Las nociones de un Limbo de los Padres, llamado también Seno de Abraham (Lucas, 16, 22), y de un Limbo para las almas de los infantes que mueren sin bautismo, son de la teología común; hospedar en ese lugar o lugares a los paganos virtuosos fue, según Francesco Torraca, una invención de Dante. Para mitigar el horror de una época adversa, el poeta buscó refugio en la gran memoria romana. Quiso honrarla en su libro, pero no pudo no entender—la observación pertenece a Guido Vitali—que insistir demasiado sobre el mundo clásico no convenía a sus propósitos doctrinales. Dante no podía, contra la Fe, salvar a sus héroes; los pensó en un Infierno negativo, privados de la vista y posesión de Dios en el cielo, y se apiadó de su misterioso destino. Años después, al imaginar el Cielo de Júpiter, regresaría a ese problema. Boccaccio refiere que entre la redacción del canto VII del Infierno y la del VIII se produjo una larga interrupción, motivada por el destierro: el hecho, sugerido o corroborado por el verso «Io dico, seguitando ch’assai prima»8, puede ser verdadero, pero harto más profunda es la diferencia que hay entre el canto del castillo y los que subsiguen. En el canto V, Dante hizo hablar inmortalmente a Francesca da Rimini; en el anterior, qué palabras no habría dado a Aristóteles, a Heráclito o a Orfeo, si ya hubiera pensado en ese artificio. Deliberado o no, su silencio agrava el horror y conviene a la escena. Anota Benedetto Croce: «En el noble castillo, entre los grandes y los sabios, la seca información usurpa el lugar de la refrenada poesía. Admiración, reverencia, melancolía, son sentimientos indicados, no representados» (La poesía di Dante, 1920). Los comentadores han denunciado el contraste de la fábrica medieval del castillo con sus huéspedes clásicos; esa fusión o confusión es característica de la pintura de la época y agrava, ciertamente, el sabor onírico de la escena.
En la invención y ejecución de este canto IV Dante urdió una serie de circunstancias, alguna de índole teológica. Devoto lector de La Eneida, imaginó a los muertos en el Elíseo o en una variación medieval de esos campos dichosos; en el verso «in luogo aperto, luminoso e alto»9 hay reminiscencias del túmulo desde el cual Eneas vio a sus romanos y del largior hic campos aether. Urgido por razones dogmáticas, debió situar en el Infierno a su noble castillo. Mario Rossi descubre en ese conflicto de lo formal y de lo poético, de la intuición paradisíaca y de la sentencia espantosa, la íntima discordia del canto y la raíz de ciertas contradicciones. En un lugar se dice que los suspiros hacen temblar el aire eterno; en otro, que no hay tristeza ni alegría en las caras. La facultad visionaria del poeta no había logrado su plenitud. A esa relativa torpeza debemos la rigidez que produjo el singular horror del castillo y de sus moradores, o prisioneros. Algo de penoso museo de figuras de cera hay en ese quieto recinto: César armado y ocioso, Lavinia eternamente sentada junto a su padre, la certidumbre de que el día de mañana será como el de hoy, que fue como el de ayer, que fue como todos. Un pasaje ulterior del Purgatorio añade que las sombras de los poetas, a quienes les está vedado escribir, puesto que están en el infierno, procuran distraer su eternidad con discusiones literarias.10

Determinadas las razones técnicas, es decir, las razones de orden verbal que hacen espantoso al castillo, falta determinar las razones íntimas. Un teólogo de Dios diría que basta la ausencia de Dios para que sea terrible el castillo. Admitiría, acaso, una afinidad con aquel terceto en que proclamó que las glorias terrenales son vanas:

centered==«Non è il mondan romore altro ch’un fiato
di vento, ch’or vien quinci e or vien quindi
e muta nome perché muta lato»11.==

Yo insinuaría otra razón de índole personal. En este lugar de la Comedia, Homero, Horacio, Ovidio y Lucano son proyecciones o figuraciones de Dante, que se sabía no inferior a esos grandes, en acto o en potencia. Son tipos de lo que ya era Dante, para sí mismo y previsiblemente sería para los otros: un famoso poeta. Son grandes sombras veneradas que reciben a Dante en su cónclave:

centered==«ch’e sì mi fecer delta loro schiera
sì ch’io fui sesto tra cotanto senno»12==.

Son formas del incipiente sueño de Dante, apenas desligadas del soñador. Hablan interminablemente de letras (¿qué otra cosa pueden hacer?). Han leído la Ilíada o la Farsalia o escriben la Comedia; son magistrales en el ejercicio de su arte y, sin embargo, están en el infierno porque los olvida Beatriz.

Notas

[1] Carcere cieco, cárcel ciega, dice el Infierno, Virgilio (Purgatorio XXII, 103, Infierno, X, 58-59).
[2] «tanto era mi sueño en aquel instante» (Inf. I, 11).
[3] «Y de estos tales, soy también yo mismo» (Inf. IV, 39).
[4] «Maestro mio, dime, Señor, dime» (Inf. IV, 46).
[5] «Averroes, que hizo el gran comentario» (Inf. IV, 104)."
[6] «Cesar armado, con sus ojos rapaces» (Inf. IV, 123).
[7] «Y solo, aparte, vi a Saladino» (Inf. IV, 129).
[8] «Yo digo, prosiguiendo, que mucho antes» (Inf. VIII, 1).
[9] «En un lugar abierto, luminoso y alto» (Inf. IV, 116).
[10] Dante, en los cantos iniciales de la Comedia, fue lo que Gioberti escribió que era en todo el poema, «un poco más que un simple testigo de la fabula inventada por él» (Primato Civile e morale degli italiani, 1840).
[11] «No es el rumor del mundo mas que un soplo
de viento, que ya viene de acá o ya de allá viene
y cambia nombre por cambiar de lado»
(Purg. XI, 100-102).
[12] «Y así me hicieron de su comitiva,
que yo fui el sexto entre tan grandes sabios»
(Inf. IV, 101-102).

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