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Dante (nadie lo ignora) pone a Francesca en el Infierno y oye con infinita compasión la historia de su culpa. ¿Cómo atenuar esa discordia, cómo justificarla? Vislumbro cuatro conjeturas posibles. La primera es técnica. Dante, determinada la forma general de su libro, pensó que éste podía degenerar en un vano catálogo de nombres propios o en una descripción topográfica si no lo amenizaban las confesiones de las almas perdidas. Este pensamiento le hizo alojar en cada uno de los círculos de su Infierno a un réprobo interesante y no demasiado lejano. (Lamartine, agobiado por esos huéspedes, dijo que la Comedia era una gazette florentine.) Naturalmente, convenía que las confesiones fueran patéticas; podían serlo sin riesgo ya que el autor, encarcelando a los narradores en el Infierno, quedaba libre de toda sospecha de complicidad. Esta conjetura (cuya noción de un orbe poético impuesto a una árida novela teológica ha sido razonada por Croce) es quizá la más verosímil, pero tiene algo de mezquino o de vil y no parece condecir con nuestro concepto de Dante. Además, las interpretaciones de un libro tan infinito como la Comedia no pueden ser tan simples.
La segunda equipara, según la doctrina de Jung,1 las invenciones literarias a las invenciones oníricas. Dante, que es nuestro sueño ahora, soñó la pena de Francesca y soñó su lástima. Observa Schopenhauer que, en los sueños, puede asombrarnos lo que oímos y vemos, aunque ello tiene su raíz, en última instancia, en nosotras; Dante, parejamente, pudo apiadarse de lo soñado o inventado por él. También cabría decir que Francesca es una mera proyección del poeta, como, por lo demás, lo es el mismo Dante, en su carácter de viajero infernal. Sospecho, sin embargo, que esta conjetura es falaz, pues una cosa es atribuir a libros y a sueños un origen común y otra tolerar en los libros la inconexión y la irresponsabilidad de los sueños.
La tercera, como la primera, es de índole técnica. Dante, en el decurso de la Comedia, tuvo que anticipar las inescrutables decisiones de Dios. Sin otra luz que la de su mente falible, se lanzó a adivinar algunos dictámenes del juicio Universal, Condenó, siquiera como ficción literaria, a Celestino V y salvó a Siger de Brabante, que defendió la tesis astrológica del Eterno Retorno. Para disimular esa operación, definió a Dios, en el Infierno, por su justicia («Giustizia mosse il mio alto fattore») 2 y guardó para sí los atributos de la comprensión y de la piedad. Perdió a Francesca y se condolió de Francesca. Benedetto Croce declara: «Dante, como teólogo, como creyente, como hombre ético, condena a los pecadores; pero sentimentalmente no condena y no absuelve» (La poesía di Dante, 78). 3
La cuarta conjetura es menos precisa. Requiere, para ser entendida, una discusión liminar. Consideremos dos proposiciones: una, los asesinos merecen la pena de muerte; otra, Rodion Raskolnikov merece la pena de muerte. Es indudable que las proposiciones no son sinónimas. Paradójicamente, ello no se debe a que sean concretos los asesinos y abstracto o ilusorio Raskolnikov, sino a lo contrario. El concepto de asesinos denota una mera generalización; Raskolnikov, para quien ha leído su historia, es un ser verdadero. En la realidad no hay, estrictamente, asesinos; hay individuos a quienes la torpeza de los lenguajes incluye en ese indeterminado conjunto. (Tal es, en último rigor, la tesis nominalista de Roscelín y de Guillermo de Occam.) En otras palabras, quien ha leído la novela de Dostoievsky ha sido, en cierto modo, Raskolnikov y sabe que su «crimen» no es libre, pues una red inevitable de circunstancias lo prefijó y lo impuso. El hombre que mató no es un asesino, el hombre que robó no es un ladrón, el hombre que mintió no es un impostor; eso lo saben (mejor dicho, lo sienten) los condenados; por ende, no hay castigo sin injusticia. La ficción jurídica el asesino bien puede merecer la pena de muerte, no el desventurado que asesinó, urgido por su historia pretérita y quizá—¡oh marqués de Laplace!—por la historia del universo. Madame de Staël ha compendiado estos razonamientos en una sentencia famosa: Tout comprendre c’est tout pardonner.
Dante refiere con tan delicada piedad la culpa de Francesca que todos la sentimos inevitable. Así también hubo de sentirla el poeta, a despecho del teólogo que argumentó en el Purgatorio (XVI, 70) que si los actos dependieran del influjo estelar, quedaría anulado nuestro albedrío y sería una injusticia premiar el bien y castigar el mal.4
Dante comprende y no perdona; tal es la Paradoja insoluble. Yo tengo para mí que la resolvió más allá de la lógica. Sintió (no comprendió) que los actos del hombre son necesarios y que asimismo es necesaria la eternidad, de bienaventuranza o de perdición, que estos le acarrean. También los espinocistas y los estoicos promulgaron leyes morales. Huelga recordar a Calvino, cuyo decretum Dei absolutum predestina a los unos al infierno y a los otros al cielo. Leo en el discurso preliminar del Alkoran de Sale que una de las sectas islámicas defiende esa opinión.

La cuarta conjetura, como se ve, no desata el problema. Se limita a plantearlo, de modo enérgico. Las otras conjeturas eran lógicas; ésta, que no lo es, me parece la verdadera.

Notas

1 De algún modo la prefigura la clásica metáfora del sueño como función teatral. Así Góngora, en el soneto Varia imaginación («El sueño, autor de representaciones. / En su teatro sobre el viento armado / sombras suele vestir de bulto bello»); así Quevedo, en el Sueño de la muerte («Luego que desembarazada el alma se vio ociosa, sin la tarea de los sentidos exteriores, me embistió de esta manera la comedia siguiente; y así la recitaron mis potencias a oscuras, siendo yo para mis fantasías auditorio y teatro»); así Joseph Addison, en el número 487 del Spectator («el alma, cuando sueña, es teatro. actores y auditorio»). Siglos antes, el panteísta Umar Kayyám compuso una estrofa que la versión literal de McCarthy traduce de este modo: «Ya de nadie conocido te ocultas; ya te despliegas en todas las cosas creadas. Para tu propio deleite ejecutas estas maravillas, siendo a la vez el espectáculo y el espectador».
2 «La justicia movió al alto Hacedor.»
3 Andrew Lang refiere que Dumas lloró cuando dio muerte a Porthos. Parejamente sentimos la emoción de Cervantes, cuando muere Alonso Quijano: «el cual entre compasiones y lágrimas los que allí se hallaron, dio su espíritu; quiero decir que se murió».
4 Cfr. De monarchia, I, 14; Purgatorio. XVIII, 73; Paraiso, V, 19. Más elocuente aún es la gran palabra del canto XXXI: «Tu m’hai di servo tratto a libertate.» (Paraiso, 85) —«Tu me has traído de siervo a libertad.»

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