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Quien primero le habló del Ángel fue el tío Sebastián. Mucho antes de que el Ángel apareciera. Quien primero negó al Ángel fue el tío Eduardo. Pero Ana María estaba en la edad de creer en los ángeles, de modo que se dejó convencer por el tío Sebastián, que además de tío por parte de madre, era cura por parte de Dios padre. Y sencillamente ella se puso a esperar al Ángel. Sebastián decía que debía llamarlo Ángel de la Guarda, pero Ana María le quitaba el apellido, lo llamaba Ángel y punto. Quizá porque el almacenero de la esquina se llamaba Manolo de la Guarda y ella no podía aceptar que un Ángel fuera pariente de aquel barrigón.
     Según Sebastián, cada hombre y cada mujer, pero sobre todo cada niño y cada niña, podían tener su Ángel de la Guarda, o sea una presencia protectora que muchas veces les avisaba de un riesgo o los apartaba de un peligro. Pero a medida que los años pasaban, a medida que dejaban de ser niños, los hombres y mujeres se iban volviendo egoístas y sórdidos, iban perdiendo pureza y generosidad, y sus respectivos custodios iban quedando en el camino, tan confundidos como olvidados.
     «Pavadas» decía el tío Eduardo, ateo y materialista, «sólo un zoquete como Sebastián puede creer en esas tonterías. En realidad me importa poco que él se mueva en ese submundo de beatas y santurrones, pero sí me indigna que se aproveche de la candidez de mi sobrina para meterle en la cabeza tales disparates». Y hablaba con su hermano Agustín, padre de Ana María. Pero Agustín tenía demasiadas tribulaciones de primer orden como para ocuparse además de un rubro tan prescindible como el status de los ángeles. Sebastián por su parte hablaba con su hermana Ester, madre de Ana María, para prevenirla contra la nefasta influencia que su concuñado podía ejercer sobre la sobrina de diez años, apartándola de su natural vocación religiosa, pero tampoco Ester tomaba partido.
     En realidad no era una vocación religiosa lo que llevaba a Ana María a esperar a su Ángel. Con la misma expectativa habría aguardado a un marciano o a un lobizón. Sólo que las prédicas de Sebastián hacían más verosímil la presencia del Ángel, que para ella no implicaba ningún sentido religioso sino que tendía a ser la gozosa concreción de un sueño lindo.
     De modo que cuando el Ángel hizo por fin acto de presencia, y Ana María, que aquel lunes iba rumbo a la escuela con su repleta cartera a cuestas, lo vio caminando a su lado, no prorrumpió en grititos de histeria precoz ni se quedó con la boca abierta ni dio tres vueltas de carnero. Simplemente dijo buenos días Ángel, aunque eso sí los ojos verdes se le iluminaron.
     Vestía como un ser corriente (vaqueros, camisa blanca, tricota azul) pero no importaba, ella sabía que era un Ángel. Al parecer, también él simpatizó con ella, porque a partir de ese lunes la acompañó todas las mañanas en su ruta escolar. Los domingos y feriados el Ángel no comparecía, probablemente porque no había clases o porque también los ángeles descansan.
     De todos modos Ana María guardó el secreto. No lo reveló a ninguna de sus compañeras por temor a que se burlaran, como cuando les había confesado que conversaba con el perro del abuelo y aunque Trifón no le contestaba con palabras, por razones obvias, sí le sonreía, le hacía guiños de complicidad o asentía con la cabeza. Ni siquiera habló con el tío Sebastián de la presencia del Ángel, sencillamente porque intuyó que el cura iba entonces a jeringar diariamente al tío Eduardo con la impertinencia de su victoria, y ella no buscaba eso, ya que, tema angélico aparte, quería verdaderamente al tío Eduardo y hasta lo compadecía un poco porque no era capaz de creer en los ángeles.
     Lo cierto era que Ana María disfrutaba mucho con su nuevo acompañante. Éste no hablaba, se limitaba a mirar. Con ojos que, como el cielo, unas veces estaban nubosos y otras veces despejados. Ella le contaba toda su jornada escolar y también las peripecias familiares. En contadas ocasiones el Ángel sonreía y Ana María se sentía entonces ampliamente recompensada y feliz.
     En la casa la vida era sin embargo menos apacible. El tío Eduardo se había hecho humo y nadie lo mencionaba. Cuando Ana María preguntaba por él, su madre la recriminaba con la mirada. Por fin pudo averiguar en qué consistía el misterio. El tío Eduardo estaba preso. Curiosamente, al tío Sebastián le parecía bien que estuviera preso, y por eso no se podía tocar el tema ni en el desayuno ni en el almuerzo ni siquiera en la cena, sobre todo cuando estaba presente el tío Sebastián, ya que Agustín no estaba en absoluto de acuerdo con la opinión de su cuñado y la discusión convertía en indigestas las papas fritas y las milanesas. Al tío Eduardo lo acusaban de unas cosas horribles, pero Ana María nunca las creyó, y así se lo dijo al Ángel, cuya mirada fue tierna y aprobatoria.
     Una mañana los padres de Ana María la llamaron aparte y le informaron que los tres se irían del país. ¿Cuándo? Mañana. Ana María no preguntó la razón de semejante estampida, primero porque no le importaba demasiado y luego porque su primer pensamiento fue para el Ángel. Estar separados iba a ser para ambos algo muy triste. Se atrevió a insinuar que ella podía quedarse con los abuelos, así no perdía el año de colegio. Pero ni Agustín ni Ester admitieron excusas. Viajarían los tres, ya estaba decidido.
     Ana María salió un momento a la calle, sin ninguna esperanza de encontrar al Ángel y sin embargo estaba allí, como si hubiera sabido que se trataba de una despedida. Casi llorando, ella le transmitió la mala noticia, y los ojos del Ángel, como era de esperar, se nublaron. Ana María habría querido acariciarlo, como hacía con Trifón, pero es sabido que los ángeles no son acariciables. Se limitó a preguntarle si no sería posible que él también viajara y hasta agregó que el tío Sebastián le había dicho que los ángeles custodios seguían a su custodiado dondequiera que éste se trasladase. Al Ángel se le nublaron los ojos más aún y sacudió la cabeza con inesperada resignación. Ella se sintió un poquito defraudada. Lo había creído más osado, más decidido, más solidario.
     Para Ana María la ruptura fue traumática. Cuando meses o años después, ya en Europa, sus padres y los amigos de sus padres llegaban de la calle con el invierno a cuestas y tomaban un trago fuerte para entrar en calor, no bien dejaban de temblar empezaban a hablar del país lejano. Calles, gentes, sol, libros, aulas, playas, muchachas, pinos, plazas, tangos, lluvias, neblinas, todo se introducía en la nostalgia. Para Ana María en cambio el país era el Ángel. Era sus caminatas matutinas. Era aquella mirada transparente que acogía las confidencias y luego se nublaba. Muchas noches había oído a sus padres y a los amigos de sus padres quejarse de que el exilio era duro. A esa altura ella comprendía que eso era aproximadamente cierto. El primer semestre había sido de penurias y hasta habían pasado un poco de hambre. Ahora no. Ya estaban mejor, el padre trabajaba, la madre también, ella misma había aprendido rápidamente la nueva lengua y no tenía problemas en la escuela. De a poco se habían ido adaptando a la situación. Sin embargo, para Ana María el exilio seguía siendo más duro que para los demás, sencillamente porque no estaba el Ángel.
     Así y todo fue una buena nueva la sorpresiva reaparición del tío Eduardo. Ella nunca se atrevió a preguntarle si lo habían soltado o simplemente se había escapado.
     Prefería creer que se había escapado y, tal como sucedía en las seriales de televisión, se había sumergido en el río y respirado por una cañita hueca a fin de salvarse de los enormes perros que lo perseguían. El tío Eduardo se alegró de verla. Ella también, pero lo encontró cansado, vacilante, casi como si estuviera enfermo. En una ocasión Ester le preguntó si sabía algo de Sebastián, y el tío Eduardo pareció animarse o tal vez encenderse de rencor cuando respondió que prefería no hablar de ese sujeto. Y al fin lo soltó: había sido un soplón. Ester dijo, sin mucha convicción, que no podía creer eso de su hermano. Ana María echó de menos al Ángel: cómo habría querido contarle aquella impresionante novedad.
     Meses después, sin embargo, cuando ya era por fin otoño y Ana María caminaba pensativa bajo los castaños de una avenida muy concurrida y muy amplia, sintió que la invadía un extraño bienestar, algo así como si de pronto aquella ciudad tuviera el mismo aroma que la vieja calle del colegio al otro lado del océano. Antes de verlo, ya sabía que era él. Sentado en un banco estaba el Ángel, un poquito más gordo y menos pálido, pero sus ojos estaban por suerte despejados.
     Ana María no pudo contener un grito de alegría y enseguida se puso a contarle con todo detalle sus dos años de exilio y también le hizo un centenar de preguntas. El Ángel la escuchó con paciencia, pero era indudable que de a ratos se distraía. En un instante en que Ana María se tomó un respiro, aprovechó para decir: «Estuve preso.» Después de asombrarse, ella le preguntó si había sido preso político. «No exactamente», dijo el Ángel, «te fuiste y me quedé sin trabajo porque no me autorizaron a seguirte, nunca supe por qué, y entonces, como misión transitoria, me encargaron de la guarda de un preso político».
     Ana María casi no podía creer que el Ángel hablara, pero era cierto, había hablado. Con una voz que tenía la misma transparencia de sus ojos cuando no estaban nublados. Ella le preguntó cómo era la cárcel, y él dijo: «Horrible.» Y como sobre ese tema había escuchado muchas veces la letanía de sus padres, Ana María se atrevió a preguntarle si lo habían torturado. «Sí y no. Aunque son especialistas, en mi caso no podían castigar un cuerpo, pero en cambio me hacían doler los recuerdos, el cariño, la risa. Nunca olvidaré la noche en que me rasgaron la confianza de arriba a abajo. Aún no ha cicatrizado.» Ana María le preguntó si había estado en la misma prisión que el tío Eduardo. «Sí, en la misma. Él no cree en mí, ya me lo has contado, pero yo sí creo en él, es un tipo admirable.» A ella le gustó mucho que el Ángel elogiara al tío Eduardo, pero más todavía le gustó que hablara. Un Ángel parlante. ¿No era maravilloso? Ahora sí valía la pena el exilio.Así y todo le extrañó que el Ángel, a diferencia del tío Eduardo, no estuviera desmejorado ni nervioso; sólo parecía asustarse de los gritos y los bocinazos y aun de las castañas que a veces caían de las ramas altas. Por otra parte, las pocas veces en que los ojos se le nublaban, a ella le parecía advertir un cierto nimbo de crueldad. Pero inmediatamente se corregía: debía ser el lógico resentimiento por haber sufrido.
     Nunca había tenido alas, o por lo menos no habían sido visibles, pero Ana María, que antes no se había fijado en esa carencia profesional, sólo ahora lo encontró desalado. El mismo hecho de que hablara significaba algo, de eso estaba segura, pero no caía en la cuenta de cuál era ese significado. Sin embargo, aun con esos descuentos, estaba conforme, casi feliz. Una Europa con Ángel era algo mucho más entretenido que una Europa desangelada.
     Por las dudas empezó a hacer proyectos. Estaba decidida a ahorrar para viajar con el Ángel. Ahora casi no tenía oportunidades de ahorro, porque sus padres ganaban poco y nadie en la familia tenía permiso para soñar con viajes y vacaciones, ni siquiera con una modesta bicicleta. Pero ella trabajaría, ella encontraría la manera de ganar algún dinerito y en consecuencia de ahorrar. Ir con el Ángel a la montaña o a la playa, entrar con él en algún parque de diversiones, alguno de esos tan completos que por aquí se estilan, todo integraba un futuro que se había convertido en alcanzable.
     No obstante, debía admitir que su comunicación con el Ángel no era aquí tan fluida como en sus antiguas caminatas. A veces transcurría una semana sin que apareciera. Ana María vivía en constante expectativa y cuando el Ángel por fin aparecía ella se esforzaba en ocultar sus zozobras. Se le figuraba que si el Ángel advertía hasta qué punto era extrañado y querido, podía volverse vanidoso, engreído, pedante; bueno, exactamente como ocurre con las criaturas y sobre todo con las criaturitas de carne y de hueso. O sea que Ana María se propuso velar por la educación del Ángel, ser un poco la custodia de su custodio.
     Cuando por fin aparecía, Ana María le formulaba discretas preguntas destinadas a averiguar en qué consumía su jornada, pero el Ángel se había vuelto extrañamente reservado. Sólo mostraba algún interés cuando le hacía preguntas sobre el tío Eduardo, qué hacía ahora, si trabajaba, dónde vivía. Por lo demás escuchaba los relatos de Ana María, menos coherentes tal vez que los de antaño, dado que ahora ella no podía sobreponerse al temor de aburrir al Ángel. Y cuando éste bostezaba sin el menor disimulo, ella sentía que estaba fracasando y el corazón se le estrujaba. Lo que sí estaba era adelgazando debido a tanta ansiedad, y eso fue advertido al fin por Agustín y Ester, que, como seguían ignorando la existencia del Ángel, no encontraron nada mejor que llevarla al médico, un doctor compatriota, claro, porque los otros cobraban una barbaridad.
     El médico la miró, no como quien mira a una niña que está concluyendo su infancia, sino más bien como se mira a un florero sin flores. Le acarició la cabeza y empezó a hacerle preguntas tontísimas acerca de por qué comía tan poco en su casa y si no engulliría los bizcochos demasiado de prisa en los recreos y por fin (haciéndole un guiño a la madre) si no estaría enamorada. Gran risotada final. Ana María lo despreció tan profundamente que ni siquiera enrojeció. Sin embargo, cuando salieron a la calle y Ester le preguntó cómo se sentía, ella dijo que bien, pero lo cierto era que se estaba preguntando si, como había dicho el médico, no estaría enamorada. Enamorada del Ángel, por supuesto. Siguió pensando en eso hasta que llegaron a la casa, y allí comió abundantemente, simulando un apetito voraz, sólo para que la dejaran tranquila.
     Esta vez el Ángel estuvo diez días sin comparecer. Ana María salía a veces de paseo con el tío Eduardo, pero nunca hablaban del Ángel. No obstante, una vez fue el tío Eduardo quien tocó el tema. Le preguntó si todavía le preocupaba aquella fantasía de Sebastián. Ella se dio cuenta de que decía fantasía y no estupidez o bobería, nada más que para no herirla. Ana María se limitó a sonreír y a recordarle que a ella siempre le habían gustado los ángeles, así que quién sabe. El tío Eduardo rió francamente y comentó que se estaba poniendo muy linda y que dentro de poco él ya sabía qué clase de ángeles le iban a arrastrar el ala. Ella no se atrevió a confesarle que su Ángel no tenía alas. Además le vino cierta aprensión de que apareciera justamente ahora, cuando ella paseaba con el tío, y que esta presencia lo espantara. Pero ni rastros.
     Apareció en cambio al día siguiente, cuando ella iba sola, otra vez en la avenida de los castaños. A Ana María le dio la impresión de que también esta vez la estaba esperando. Quiso contarle la entrevista con el médico, pero el Ángel le ganó de mano. Últimamente estaba muy locuaz. «Te esperaba porque quería decirte algo. Algo importante.» Ana María sintió primero un escalofrío y luego un extraño calor en las mejillas. Se recostó en un árbol para recibir la revelación. «No voy a venir más.» Ana María creyó no haber oído bien. Pero él repitió: «No voy a venir más por aquí.» Y como ella permaneció muda, el Ángel se creyó obligado a agregar: «No puedo ser más tu Ángel de la Guarda.» El «¿por qué?» de Ana María sonó como un gemido. «Porque ahora soy la guarda de otra persona.» Ella respiró hondo antes de inquirir: «¿Otra niña?» «No. Otra mujer.» A Ana María la invadió una mansa desesperación. Se sentía capaz de competir con otra muchachita pero no con una mujer. Para peor, los ojos del Ángel estaban gloriosamente despejados y en cambio los de ella se nublaron. «Eso significa que me han ascendido», dijo el Ángel, «ser el custodio de una mujer es mucha responsabilidad». «Te felicito», dijo ella, y consiguió agregar: «Pero alguna vez vendrás, aunque sea a visitarme ¿no?» «No, está prohibido», dijo el Ángel sin la menor tristeza. La siguiente pregunta fue apenas un balbuceo: «¿Y cómo es la mujer?» «Hermosa, muy hermosa.» Fue en ese preciso instante que a Ana María le pareció que el Ángel ahora tenía alas. No precisamente en la espalda sino en la mirada. Tenía la mirada de los que vuelan. Eso ya era demasiado. No le quedó otra salida que decir chau y salir corriendo.
     Durante cuatro días lloró copiosamente, aunque siempre en la clandestinidad. Al quinto, le asaltó el temor de que tanta congoja aumentara su flacura y que en consecuencia la llevaran de nuevo al médico que preguntaba sandeces. Así que resolvió suspender radicalmente el llanto. Al sexto día, ya bastante recuperada, salió de paseo con el tío Eduardo.
     No fueron a la avenida de los castaños. Ella propuso otro rumbo, así que estuvieron revisando libros en los puestos callejeros. Luego se instalaron en un café. Era un día agradable, soleado. La gente lucía optimista y elegante. Las sirenas de los bomberos eran valses nobles y sentimentales. Los perros burgueses, tras regar el árbol de sus sueños, emitían ladriditos de contento antes de regresar junto a las relumbrosas botas de sus amas. Hasta los policías se sentían obligados a sonreír. El tío Eduardo pidió una cerveza y Ana María un helado de limón.
     «¿Sabés una cosa, tío?», dijo Ana María. «Creo que siempre tuviste razón. No existen.»

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