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La primera vez que los vi fue en el Paseo Marítimo. No diré que parecían dos tortolitos, porque él tendría unos treinta y cinco y ella un poco menos, pero sí que eran la imagen viva de la pareja que se lleva bien y para eso no era preciso que caminaran abrazados o se detuvieran cada veinte metros para besarse. Ramírez me preguntó si los conocía, y ante mi negativa por sobre el bocadillo de jamón, qué raro che, son compatriotas tuyos, como si yo estuviera obligado a conocer todo el espinel del exilio, y en vista de mi ignorancia completó el informe, él era arquitecto y se llamaba Matías Falcón, ella diseñaba, Patricia Arce. Habían estado presos allá en tu/mi barrio, cada uno por su lado, él seis años, ella cuatro y medio, pero aunque te parezca mentira se conocieron en España, más de un año que andan juntos, viven cerca de la Plaza, un estudio con buena luz pero el edificio es absolutamente vetusto, quinto piso y sin ascensor, no me jodan, ya no estoy para esos gólgotas, y además son extraños, concluyó Ramírez. Yo los encontraba visiblemente normales, pero él, claro, apenas los viste pasar y ya emitís tu diagnóstico infalible, yo en cambio los conozco desde hace tiempo, he estado con ellos en varias reuniones, te digo que son extraños, no entró en detalles esclarecedores ni yo tampoco se los pedí, el hecho de que fueran compatriotas no me habilitaba para hurgar en su anecdotario ni mucho menos para meterme en sus vidas paralelas.
     La ciudad me conquistó de entrada, con ese sabor a queso rancio y a pescado fresco, y un paisaje mediterráneo que te entra hasta por las orejas. Por otra parte, según Ramírez, aquí había oportunidades de trabajo, y al menos ves el mar, no me digas que no te hace falta el mar. Claro que me hace falta, Madrid es formidable, mejor dicho sería formidable si estuviera en la costa, viste, es una ciudad amable, tiene animación, disfruta su primavera cultural y exhibe su abundancia de piscinas, pero la piscina es al mar como el renacuajo al cocodrilo. Yo soy medio hipocondríaco, decía Ramírez, y a veces me entra una mufa terrible que no se me va ni con la siesta, yo la llamo mufa en profundidad, sabés cómo la curo, sencillamente asomándome a una calle desde donde se divise el mar y entonces lo veo y me río solo, lo veo y respiro.
     De a poco me fui adaptando a este mercado que como cualquier otro tiene sus peculiaridades, y cuando saqué a relucir mis viejas dotes publicitarias enseguida capté que llevaba una apreciable ventajita, aquí nadie conoce los eslóganes que yo y otros estimados colegas acuñamos y ventilamos en el Montevideo de los sesenta y pico, en la etapa anterior al milicaje, sólo necesito hacer las previsibles adaptaciones al medio, pero lo que fue bueno para vender dulce de leche en el Cono Sur, con ligeras modificaciones ha de prestarse para colocar natillas en la madre patria y quien coloca natillas coloca champúes o juguetes bélicos, todo es uno y lo mismo, increíble que esta buena gente que ha soportado inquisición, guerra civil, franquismo, aceite de colza, sequías e inundaciones, se haya perdido nada menos que el dulce de leche, y ya estoy decidido, no bien reúna algunas pelas seguro que instalo una fabriquita, pobre pero honrada, de esa delicia nacional.
     Una mañana en que discutía acaloradamente sobre publicidad en las oficinas centrales de Mantequerías Ledesma, volví a ver a Patricia Arce, que había traído un diseño a nombre de la empresa en que trabajaba. El gerente miró alternativa y atentamente las dos propuestas y por supuesto eligió la mía, no faltaba más. La de ella era inconmensurablemente mejor desde el punto de vista estético, pero la mía, es decir la que yo había sugerido a mi diseñador, quien a su vez la había dibujado a regañadientes porque según su respetable opinión mi idea genial era un mamarracho, la mía demostraba, si no un mayor conocimiento del gusto popular español, al menos una vasta erudición sobre el gusto de los gerentes.
     Y claro, me dio un poco de lástima, porque el dibujo rechazado era de ella, y sobre todo porque era compatriota, o sea que en desagravio la invité a una horchata y contra lo esperado aceptó, pero a condición de que pudiera cambiar la horchata por un cortado, con lo cual la fiché entre las tradicionales, y me sugirió que fuéramos hasta el Siena, donde había quedado en encontrarse con su, y ahí vaciló mientras yo estornudaba por solidaridad y eso la desinhibió y pudo por fin saltar el obstáculo, encontrarse con su compañero. Por supuesto fuimos al Siena, aprovechando las siete cuadras arboladas para intercambiar nuestras historias personales, y allá había estudiado diseño nada menos que con Tomasito Boggio, arquitecto y pintor talentoso y/o frustrado a quien yo conocía ampliamente y que, en los penúltimos tramos, desalentado porque nunca lo admitían en el Salón Nacional se había dedicado a la venta de inmuebles, es decir se dedicó hasta que un sábado la cana fue informada de que llevaba a cabo reuniones subvertientes en un apartamento sin estrenar, resumiendo que lo colocaron a la sombra por un lustro completo a pesar de que nada ni nadie logró moverlo de su versión primeriza, le estaba mostrando el pisito a varios muchachos que querían un local para un club de ajedrez. Patricia no me habló de su temporada de encierro, acabábamos de conocernos y nunca se sabe, y además en eso apareció Matías, desgarbado y atento pero con una mirada gris y miope que parecía buscar infructuosamente cómo extraerse de la melancolía, fue presentado como Matías mi compañero, y yo como El Compatriota que Acaba de Quitarme un Trabajo, tanto gusto, ah es dibujante dijo Matías sin animosidad y tuve que aclararle todo, mi actividad pasada y la actual, mis tres años de exilio voluntario, el motivo de haberme instalado aquí, mi enamoramiento del mar, este mar, cualquier mar. Y él, claro que el mar es siempre atractivo, pero lo dijo con el tono de quien no tiene la cabeza llena de dunas y gaviotas sino a lo sumo de postales de windsurfing, de modo que parecíamos destinados a desencontrarnos, sólo faltaba que fuera hincha de Peñarol, no, no le atrae el fútbol, y sin embargo me cayó bien, incluso mejor que Patricia, lo que es mucho decir. No era tan retraído como su desgarbo parecía anunciar, aunque tampoco habló por los codos.
     A partir de ese encuentro casual nos vimos con frecuencia, pronto se incorporaron Ramírez y Emita, su mujer, una boliviana franca y redondita, hija de valencianos, que tenía una lejana memoria de su infancia en Tarija, y un mes después ya éramos siete porque se agregó el matrimonio chileno, Pepe y Alicia, único verdaderamente legal, y dos meses más tarde somos ocho porque me decido a insertar a Montse, sola oriunda del grupo, que en los últimos tiempos se había insensiblemente convertido en mi (por favor, que alguien estornude) compañera. No era corriente que saliéramos todos juntos, porque los horarios de trabajo, y por ende los de descanso, rara vez coincidían, y cuando Ramírez estaba libre yo en cambio laburaba, o cuando el chileno, intérprete el desgraciado, estaba tapado de excursiones, a Matías, que hacía todo el trabajo real en el estudio de un arquitecto doméstico que en recompensa ponía su firma, le llegaba el descanso. Con las mujeres no había problema de horario, pero eran machistamente leales al tiempo libre u ocupado del varón respectivo. Además, casi nunca había acuerdo para ir al cine, generalmente a causa del doblaje, ya que Pepe y Alicia y también Emita no hacían concesiones, versión original o nada, o sea que iban al cine dos veces al año. En Madrid es mejor, decía el chileno. Sí, hay v.o. pero no hay mar, objetaba el repetitivo Ramírez, nacido en Mar del Plata, y los demás lo acompañábamos al cine, con el interés adicional de intentar reconocer qué personaje del hondo drama escandinavo iba a hablar con la voz de la entrañable abejita Maya.
     Pocas veces me encontraba a solas con Ramírez, pero fue en una de ellas que aprovechó para indagar, bueno y qué te parecen ahora Matías y Patricia. Dije que estupendos, había sido una suerte conocerlos, aquí somos tan pocos los del quartier latin, y como la pregunta estaba en el aire decidí ganarle de mano, acaso te siguen pareciendo extraños, sí con la cabeza y yo como un idiota, parecen felices ¿no?, extrañamente felices, complementó Ramírez, esta vez sin envidia y con preocupación, y pasó a explicarse. Se llevan magníficamente, se quieren, quién podría dudarlo, se ayudan, se complementan, se animan mutuamente, son algo así como un paradigma de la pareja humana, y sin embargo. Y aquí soltó prenda, vos has visto que alguna vez intercambien alguna mirada de amor, digo de amor físico, eh, has visto que se estrechen, se acaricien, se tomen las manos, se rocen las mejillas, como los demás, eh. Bueno, hay gente, dije, que no tienen el hábito de exhibir en público sus sentimientos, y al decirlo supe que estaba profanando algo, y además me sentí el portavoz oficial del Reader’s Digest y de la Organización de Padres Demócratas, así que rápidamente pregunté a qué lo atribuís. No sé, dijo el marplatense, sólo sé que hay algo raro, pero entendeme, estoy seguro de que son dos tipos estupendos, sobre esto no tengo dudas, pero a veces, en algunas pausas, cuando estamos todos juntos y los ocho guardamos silencio, me parece que rozamos una explicación secreta, y esa explicación que nunca llega y que en realidad no sé en qué consiste, me deja con un nudo en la garganta, ya sé lo que pensás, soy un tarado. Por fin pude decirle que personalmente no había efectuado sus mismas observaciones, pero que siempre me habían llamado la atención los ojos de Matías y de Patricia, eran felices, estaban contentos de estar juntos y también, aunque en menor grado, de haberse hecho amigos de todos nosotros, y sin embargo sus ojos tenían una congoja inevitable y seguía siendo congoja hasta cuando reían.
     Nuestra amistad a ocho voces y a siete vasos, porque Matías era abstemio y confesaba muy serio que había contraído ese vicio en la cárcel, nuestra amistad continuó normalmente su ritual de invitaciones, brindis, discusiones, alguna que otra excursión, lecturas compartidas, proyectos en común. En el Siena o en un restaurante italiano que descubrió Montse o en alguna de las respectivas viviendas, nos seguíamos encontrando dos o tres veces por semana, no hablábamos mucho de política, tal vez porque las noticias que venían de nuestro sur no estimulaban aún esperanzas reales o porque no nos gustaba remover así nomás nuestros propios y cercanos rescoldos.
     Una noche que estábamos en el estudio que Matías y Patricia alquilaban cerca de la Plaza, sobrevino uno de esos silencios que tanto angustiaban a Ramírez. Yo no encontraba nada que decir y casi como una excusa empecé a recorrer con la mirada aquel ambiente donde, a diferencia del nuestro o el de Ramírez o el de los chilenos, no había ningún afiche de denuncia, sólo dos xilografías de Frasconi, con sus hermosas y sugerentes bandadas de aves migratorias. De pronto Montse, que también sentía la opresión de aquel silencio y no sabía cómo interrumpirlo dijo ayer conocí a un cordobés de la Córdoba vuestra, quince días que lleva en España, pasó siete años en una cárcel de provincia en Argentina, y le hicieron de todo. Sentí, sentimos una rara sensación, bastante parecida a un escalofrío, pero era verano, nadie miró a nadie y empecé a escuchar un sonido casi imperceptible, casi diría un ruidito intermitente, y entonces no sé por qué miré a Patricia y el sonido provenía de su sollozo mínimo, por lo menos hasta que Matías se levantó y se colocó frente a ella sin preguntarle nada, simplemente le puso una mano en el hombro. Pepe hizo una seña y nos pusimos de pie, Patricia exhausta alzó la cabeza, perdónenme no sé qué me pasa, y Matías sonriendo, cada vez más triste, sencillamente está agotada, esta semana tuvo muchísimo trabajo. Cuando llegamos a la calle, Montse me miró azorada, estuve horrible, enseguida me di cuenta, estuve horrible pero por qué. No sé, le dije, y verdaderamente no sabía, así que la abracé y estaba temblando, y así, medio abrazados, nos fuimos a casa.
     Lo de Patricia fue un detalle mínimo, y sin embargo a partir de aquella noche el grupo no fue el mismo. Matías y Patricia no nos llamaban, y cuando nosotros los llamábamos no estaban o tenían una jornada ocupadísima así que no podían juntarse con nosotros. En parte era cierto, porque Matías había empezado a trabajar en otro estudio de arquitectos y aún no había dejado el anterior, pero la ausencia de ellos nos desarmó a todos, así que sólo nos veíamos por azar y aunque seguíamos amigos como siempre, nadie convocaba a cenas o excursiones o películas dobladas, y ya ni siquiera nos fijábamos si exhibían alguna en v.o. Pero el jueves pasado, al salir de un Banco encontré a Ramírez, estás apurado o tomamos un café, y lo tomamos, claro, todo un rodeo para entrar en materia. Prometí no hablar de esto con nadie, dijo Ramírez, y conste que no se lo he dicho ni siquiera a Emita, pero ya no puedo soportarlo a solas, hace una semana estuve en Barcelona y encontré a un viejo amigo sevillano, no te diré el nombre, perdoname, y dale con el exilio y sus penurias y las que los exiliados le agregamos y enseguida un caso que le había impresionado por su drama humano, así me dijo, por su drama humano, y del que se había enterado por razones y medios que tampoco quiso enumerar, ya vi que se trataba de un chisme discretísimo, y sorpresivamente me di cuenta de que estaba hablando de Matías aunque nunca mencionó el nombre y el sevillano no sospechaba que yo lo conociese, pero se me fue revelando por ínfimos detalles, era Matías torturado en prisión hasta límites inimaginables, milagrosamente recuperado al obtener su libertad, milagrosamente menos en un rubro, se había acabado la etapa viril, nunca nunca más. Y era Patricia, aunque tampoco mencionó el nombre, pero lo fui deduciendo, Patricia torturada, violada, destruida, y maravillosamente recuperada al salir, maravillosamente pero con una excepción, también para ella se había acabado el sexo, ese imposible, qué dúo che, nacidos para no amar, dirían las revistas del cuore, jodida vida, la puta que lo parió, no se conocían pero se hallaron en España y cada uno supo del otro, del infierno del otro, y decidieron no tener vergüenza, para qué, y hablar del tema hasta agotarlo y hablaron tres días y tres noches, lo recorrieron en sus infinitas y escuetas posibilidades, y sin insolencia ni malicia ni hipocresía ni blasfemia, pero con un insólito realismo y una esperanza cavilosa y un suplicio furtivo, decidieron juntar sus imposibles y vivir, o por lo menos intentar vivir, y lo están haciendo.
     En medio de mi azoro sentí que el chisme redondeaba la explicación y confirmaba que los hubiésemos hallado extraños, y también aquel sollozo como un ruidito intermitente, sin embargo la loca empresa era un delirio demasiado cercano a lo quimérico, y opiné que no podía ser verdad, que nadie es capaz de obligar a su propio cuerpo a semejantes colmos de ansiedad y frustración, si fuera cierto no podría haber durado tanto tiempo y una cosa era que Patricia se hubiese literalmente derrumbado tras la impremeditada referencia de Montse a la tortura, y otra muy distinta que haya compartido con Matías una aventura tan descabellada. Y Ramírez que él pensaba lo mismo, pero que no obstante en la extraña historia podía haber una pequeña dosis de verdad, no olviden señores que él había advertido algo de extraño y que yo mismo había reconocido en aquellas miradas una congoja sin futuro. Y tras el café un cortado y luego un jerez seco y más tarde un coñac, porque no podíamos dejar de darle vueltas y más vueltas al tema, sin ninguna gana de reconocernos inútiles para encontrar una solución a aquella pesadilla. Y de tanto en tanto decíamos otra vez que sin embargo parecían, y sin duda eran, felices y poco menos que enamorados y siempre necesitados el uno del otro y que no podía ser que las secretas imposibilidades no se reflejaran de modo más explícito en la vida cotidiana, ni siquiera en la apariencia cotidiana, o sea que teníamos que volver a llamarlos como antes, y otra vez reunirnos, porque si sólo era una fábula no había por qué dejar caer aquella amistad tan entrañable y la consiguiente armonía del grupo, y si en cambio el cuento era historia real, si aquellos dos estaban llevando a cabo un infernal experimento, con más razón había que apuntalarlos, estar siempre junto a ellos, darles en cada jornada nuevos incentivos y conseguir para nuestra fraternidad un contorno espiritual, de inteligencia, de sensibilidades, de esperanzas y hasta de desparpajo, que nos elevara a todos pero a ellos les brindara un nuevo nivel para sentirse recíprocamente necesarios y necesitados. Por supuesto no lo íbamos a hablar con Montse ni con Emita ni con Pepe ni con Alicia, entre otras cosas porque si todos entrábamos en la clave iba a ser inevitable que segregáramos algo así como una piedad tribal, y eso sería tan horrible como inútil. En cambio podíamos llevar la relación del octeto por el derrotero que Ramírez y yo nos afanáramos en trazar y quizá de eso surgiera una clase de concertación poco menos que inédita. Entre el humo y los tragos llegamos a vislumbrar una rendija de lucidez para este exilio tan estéril y repetido, y cuando nos despedimos, luego de telefonear a Montse y a Emita para que no se preocuparan por nuestra tardanza, estábamos seguros de que Matías y Patricia encontrarían un atajo y nosotros con ellos.
     Esa noche Montse y yo cenamos tarde y me quedé trabajando mientras ella dormía. Luego, ya acostado, me desvelé pensando que no podía ser, pero si era. Al día siguiente me desperté más tarde que de costumbre, sin el menor presentimiento de que la jornada iba a ser de mierda. Al fin de cuentas, todo lo vino a descubrir la pobre Emita, que a eso de las diez fue a buscarlos sin despertar a Ramírez, y como nadie respondía en el estudio a su serie de timbrazos, tuvo de pronto un temor absurdo, recordó que la portera tenía una llave y diez minutos más tarde no pudo siquiera gritar cuando vio aquel lecho grande, las sábanas limpísimas donde yacían cara al techo los dos cuerpos, desnudos y asombrosamente jóvenes llenos de cicatrices y sin embargo apacibles, la mano de Patricia sobre el muslo de Matías, la mano de Matías que no llegaba a ser puño, sellados los labios como en un pacto, y cerrados los ojos que nunca más verían las bandadas de aves migratorias.

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