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En el primero de sus largos miles
De hexámetros de bronce invoca el griego
A la ardua musa o a un arcano fuego
Para cantar la cólera de Aquiles.
Sabía que otro –un Dios– es el que hiere
De brusca luz nuestra labor oscura;
Siglos después diría la Escritura
Que el Espíritu sopla donde quiere.
La cabal herramienta a su elegido
Da el despiadado dios que no se nombra:
A Milton las paredes de la sombra,
El destierro a Cervantes y el olvido.
Suyo es lo que perdura en la memoria
Del tiempo secular. Nuestra la escoria.
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