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Vengo triste, Platero... Mira; pasando por la calle de las Flores, ya en la Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a los dos niños gemelos, estaba muerta la yegua blanca del Sordo. Unas chiquillas casi desnudas la rodeaban silenciosas.

Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que el Sordo llevó esta mañana la yegua al moridero, harto ya de darle de comer. Ya sabes que la pobre tan vieja como don Julián y tan torpe. No veía, ni oía, y apenas podía andar... A eso del mediodía la yegua estaba otra vez en el portal de su amo. Él, irritado, cogió un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces le pinchó con la hoz. Acudió la gente y, entre maldiciones y bromas, la yegua salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos la seguían con piedras y gritos... Al fin, cayó al suelo y allí la remataron. Algún sentimiento compasivo revoló sobre ella.—¡Dejadla morir en paz!—, como si tú o yo hubiésemos estado allí, Platero, pero fue como una mariposa en el centro de un vendaval.

Todavía, cuando la he visto, las piedras yacían a su lado, fría ya ella como ellas. Tenía un ojo abierto del todo que, ciego en su vida, ahora que estaba muerta parecía como si mirara. Su blancura era lo que iba quedando de luz en la calle oscura, sobre la que el cielo del anochecer, muy alto con el frío, se aborregaba todo de levísimas nubecillas de rosa...

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