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Uno de los discípulos del maestro quería hablar a solas con él, pero no se atrevía. El maestro le dijo:

–Dime qué pesadumbre te oprime.

El discípulo replicó:

–Me falta valor.

El maestro dijo:

–Yo te doy el valor.

La historia es muy antigua, pero una tradición, que bien puede no ser
apócrifa, ha conservado las palabras que esos hombres dijeron, en los
linderos del desierto y del alba.

Dijo el discípulo:

–He cometido hace tres años un gran pecado. No lo saben los otros pero yo
lo sé, y no puedo mirar sin horror mi mano derecha.

Dijo el maestro:

–Todos los hombres han pecado. No es de hombres no pecar. El que mirare
a un hombre con odio ya le ha dado muerte en su corazón.

Dijo el discípulo:

–Hace tres años, en Samaria, yo maté a un hombre.

El maestro guardó silencio, pero su rostro se demudó y el discípulo pudo
temer su ira. Dijo al fin:

–Hace diecinueve años, en Samaria, yo engendré a un hombre. Ya te has
arrepentido de lo que hiciste.

Dijo el discípulo:

–Así es. Mis noches son de plegaria y de llanto. Quiero que tú me des tu
perdón.

Dijo el maestro:

–Nadie puede perdonar, ni siquiera el Señor. Si a un hombre lojuzgaran por sus actos, no hay quien no fuera merecedor del infierno y del cielo. ¿Estás seguro de ser aún aquel hombre que dio muerte a su hermano?

Dijo el discípulo:

–Ya no entiendo la ira que me hizo desnudar el acero.

Dijo el maestro:

–Suelo hablar en parábolas para que la verdad se grabe en las almas, pero
hablaré contigo como un padre habla con su hijo.

Yo no soy aquel hombre que pecó; tú no eres aquel asesino y no hay razón
alguna para que sigas siendo su esclavo. Te incumben los deberes de todo hombre: ser justo y ser feliz. Tú mismo tienes que salvarte. Si algo ha quedado de tu culpa yo cargaré con ella.

Lo demás de aquel diálogo se ha perdido.

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