Gabriela Mistral

ARROJADA

Mi padre dijo que me echaría, gritó a mi madre que me arrojaría esta misma noche.

La noche es tibia; a la claridad de las estrellas, yo podría caminar hasta la aldea más próxima; pero ¿y si nace en estas horas? Mis sollozos le han llamado tal vez; tal vez quiera salir por ver mi cara con lágrimas. Y tiritaría bajo el aire crudo, aunque yo lo cubriera.

¿PARA QUÉ VINISTE?

¿Para qué viniste? Nadie te amará aunque eres hermoso, hijo mío. Aunque sonríes graciosamente, como los demás niños, como el menor de mis hermanitos, no te besaré sino yo, hijo mío. Y aunque tus manitas se agiten buscando juguetes, no tendrás para tus juegos sino mi seno y la hebra de mis lágrimas, hijo mío.

¿Para qué viniste, si el que te trajo te odió al sentirte en mi vientre?

¡Pero no! Para mí viniste; para mí que estaba sola, ¡sola hasta cuando me oprimía él entre sus brazos, hijo mío!

NOTA.- Una tarde, paseando por una calle miserable de Temuco, vi a una mujer del pueblo, sentada a la puerta de su rancho. Estaba [208] próxima a la maternidad, y su rostro revelaba una profunda amargura.

Pasó delante de ella un hombre, y le dijo una frase brutal, que la hizo enrojecer.

Yo sentí en ese momento toda la solidaridad del sexo, la infinita piedad de la mujer para la mujer, y me alejé pensando:

—Es una de nosotras quien debe decir (ya que los hombres no lo han dicho) la santidad de este estado doloroso y divino. Si la misión del arte es embellecerlo todo, en una inmensa misericordia, ¿por qué no hemos purificado, a los ojos de los impuros, esto?

Y escribí los poemas que preceden, con intención casi religiosa.

Algunas de esas mujeres que para ser castas necesitan cerrar los ojos sobre la realidad cruel, pero fatal, hicieron de estos poemas un comentario ruin, que me entristeció, por ellas mismas. Hasta me insinuaron que los eliminase de un libro.

En esta obra egotista, empequeñecida a mis propios ojos por ese egotismo, tales prosas humanas tal vez sean lo único en que se canta la Vida total. ¿Había de eliminarlas?

¡No! Aquí quedan, dedicadas a las mujeres capaces de ver que la santidad de la vida comienza en la maternidad, la cual es, por lo tanto, sagrada. ¡Sientan ellas la honda ternura con que una mujer que apacienta por la Tierra los hijos ajenos, mira a las madres de todos los niños del mundo!

Otras obras de Gabriela Mistral...



Arriba