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Rima XVIII

Fatigada del baile,
encendido el color, breve el aliento,
apoyada en mi brazo,
del salón se detuvo en un extremo.
 
Entre la leve gasa
que levanta el palpitante seno
una flor se mecía
en compasado y dulce movimiento.
 
Como en cuna de nácar
que empuja el mar y que acaricia el céfiro,
tal vez allí dormía
al soplo de sus labios entreabiertos.
 
¡Oh! ¿Quién así –pensaba–
dejar pudiera deslizarse el tiempo?
¡Oh, si las flores duermen,
qué dulcísimo sueño!
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