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De las muchas doctrinas que la historia de la lilosofía registra, tal vez el idealismo es la más antigua y la más divulgada. La observación es de Carlyle (Novalis, 1829); a los filósofos que alega cabe añadir, sin esperanza de integrar el infinito censo, los platónicos, para quienes lo único real son los prototipos (Norris, Judas, Abrabanel, Gemisto, Plotino), los teólogos, para quienes es contingente todo lo que no es la divinidad (Malebranche, Johannes Eckhart), los monistas, que hacen del universo un ocioso adjetivo de lo Absoluto (Bradley, Hegel, Parménides)... El idealismo es tan antiguo como la inquietud metafísica: su apologista más agudo, George Berkeley, floreció en el siglo XVIII; contrariamente a lo que Schopernhauer declara (Welt als Wille und Vorstellung, II, 1), su mérito no pudo consistir en la intuición de esa doctrina sino en los argumentos que ideó para razonarla. Berkeley usó de esos argumentos contra la noción de materia; Hume los aplicó a la conciencia; mi propósito es aplicarlos al tiempo. Antes recapitularé brevemente las diversas etapas de esa dialéctica.
Berkeley negó la materia. Ello no significa, entiéndase bien, que negó los colores, los olores, los sabores, los sonidos y los contactos; lo que negó fue que, además de esas percepciones, que componen el mundo externo, hubiera dolores que nadie siente, colores que nadie ve, formas que nadie toca. Razonó que agregar una materia a las percepciones es agregar al mundo un inconcebible mundo superfluo. Creyó en el mundo aparencial que urden los sentidos, pero entendió que el mundo material (digamos, el de Toland) es una duplicación ilusoria. Observó (Principles of Hurnan KnowIedge, 3): “Todos admitirán que ni nuestros pensamientos ni nuestras pasiones ni las ideas formadas por nuestra imaginación existen sin la mente. No menos claro es para mí que las diversas sensaciones o ideas impresas en los sentidos, de cualquier modo que se combinen (id, est, cualquiera sea el objeto que formen), no pueden existir sino en alguna mente que las perciba... Afirmo que esta mesa existe; es decir, la veo y la toco. Si, al haber dejado esta habitación, afirmo lo mismo, sólo quiero manifestar que si yo estuviera, aquí la percibiría, o que la percibe algún otro espíritu... Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si las perciben o no, es para mí insensato. Su esse es percipi; no es posible que existan fuera de las mentes que las perciben”. En el párrafo 23 agregó, previniendo objeciones: “Pero, se dirá, nada es más fácil que imaginar árboles en un parque o libros en una biblioteca, y nadie cerca de ellos que los percibe. En efecto, nada es más fácil. Pero, os pregunto, ¿qué habéis hecho sino formar en la mente algunas ideas que llamáis libros o árboles y omitir al mismo tiempo la idea de alguien que las percibe? Vosotros, mientras tanto, ¿no las pensábais? No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego que las ideas pueden existir fuera de la mente”. En el párrafo 6 ya había declarado: “Hay verdades tan claras que para verlas nos basta abrir los ojos. Tal es la importante verdad: Todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra todos los cuerpos que componen la enorme fábrica del universo—no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno”. (El dios de Berkeley es un ubicuo espectador cuyo fin es dar coherencia al mundo.)
La doctrina que acabo de exponer ha sido interpretada perversalmente. Herbert Spencer cree refutarla (Principles of Psychology, VIII, 6), razonando que si nada hay fuera de la conciencia, ésta debe ser infinita en el tiempo y en el espacio. Lo primero es cierto si comprendemos que todo tiempo es tiempo percibido por alguien, erróneo si inferimos que ese tiempo debe, necesariamente, abarcar un número infinito de siglos; lo segundo es ilícito, ya que Berkeley (Principles of Human Knowledge, 116; Siris, 266) repetidamente negó el espacio absoluto. Aun más indescifrable es el error en que Schopennhauer incurre (Welt als Wille und Vorstellung, II  1), al enseñar que para los idealistas el mundo es un fenómeno cerebral: Berkeley, sin embargo, había escrito (Dialogues Between Hylas and Philonus, II): “El cerebro, como cosa sensible, sólo puede existir en la mente. Yo querría saber si juzgas razonable la conjetura de que una idea o cosa en la mente ocasione todas las otras. Si contestas que sí, ¿cómo explicarás el origen de esa idea primaria o cerebro?”. El cerebro, efectivamente, no es menos una parte del mundo externo que la constelación del Centauro.
Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; David Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu: aquél no hahía querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de materia, este no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción metafísica de un yo. Tan lógica es esa ampliación de los argumentos de Berkeley que éste ya la había previsto, como Alexander Campbell Fraser hace notar, y hasta procuró recusarla mediante el ergo sum cartesiano. “Si tus principios son valederos, tú mismo no eres más que un sistema de ideas fluctuantes, no sostenidas por ninguna sustancia, ya que tan absurdo es hablar de sustancia espiritual como de sustancia material”, razona Hylas, anticipándose a David Hume, en el tercero y último de los Dialogues. Corrobora Hume, (Treatise of Human Nature, I, 4, 6): “Somos una colección o conjunto de percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez... La mente es una especie de teatro, donde las percepciones aparecen, desaparecen, vuelven y se combinan de infinitas maneras. La metáfora no debe engañarnos. Las percepciones constituyen la mente y no podemos vislumbrar en qué sitio ocurren las escenas ni de qué materiales está hecho el teatro”.
Admitido el argumento idealista, entiendo que es posible—tal vez, inevitable—ir más lejos. Para Berkeley, el tiempo es “la sucesión de ideas que fluye uniformemente y de la que todos los seres participan” (Principles of Human Knowledge, 98); para Hume, “una sucesión de momentos indivisibles” (Treatise of Human Nature, I, 2, 3). Sin embargo, negadas la materia y el espíritu, que son continuidades, negado también el espacio, no sé con qué derecho retendremos esa continuidad que es el tiempo. Fuera de cada percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existirá fuera de cada instante presente. Elijamos un momento de máxima simplicidad: verbigracia, el del sueño de Chuang “Tzu (Herbert Allen Giles: Chuang Tzu, 1889). Éste, hará unos veinticuatro siglos, soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. No consideremos el despertar, consideremos el momento del sueño; o uno de los momentos. “Soñé que era una mariposa que andaba por el aire y que nada sabía de Chuang Tzu”, dice el antiguo texto. Nunca sabremos si Chuang Tzu vio un jardín sobre el que le parecía volar o un móvil triángulo amarillo, que sin duda era él, pero nos consta que la imagen fue subjetiva, aunque la suministró la memoria. La doctrina del paralelismo psicofísico juzgará que a esa imagen debió de corresponder algún cambio en el sistema nervioso del soñador; según Berkeley, no existía en aquel momento el cuerpo de Chuang Tzu, ni el negro dormitorio en que soñaba, salvo como una percepción en la mente divina. Hume simplifica aun más lo ocurrida. Según él, no existía en aquel momento el espíritu de Chuang Tzu; sólo existían los colores del sueño y la certidumbre de ser una mariposa. Existía como término
momentáneo de la “colección o conjunto de percepciones” que fue, unos cuatro siglos antes de Cristo, la mente de Chuang Tzu; existían como término n de una infinita serie temporal, entre n—I y n + I. No hay otra realidad, para el idealismo, que la de los procesos mentales; agregar a la mariposa que se percibe una mariposa objetiva le parece una vana duplicación; agregar a los procesos un yo le parece no menos exorbitante. Juzga que hubo un soñar, un percibir, pero no un soñador ni siquiera un sueño; juzga que hablar de objetos y de sujetos es incurrir en una impura mitología. Ahora bien, si cada estado psíquico es suficiente, si vincularlo a una circunstancia o a un yo es una ilícita y ociosa adición, ¿con qué derecho le impondremos después, un lugar en el tiempo? Chuang Tzu soñó que era una mariposa y durante aquel sueño no era Chuang Tzu, era una mariposa. ¿Cómo, abolidos el espacio y el yo, vincularemos esos instantes a los del despertar y a la época feudal de la historia china? Ello no quiere decir que nunca sabremos, siquiera de manera aproximativa, la fecha de aquel sueño; quiere decir que la fijación cronológica de un suceso, de cualquier suceso del orbe, es ajena a él, y exterior. En la China, el sueño de Chuang Tzu es proverbial; imaginemos que de sus casi infinitos lectores, uno sueña que es una mariposa y luego que es Chuang Tzu. Imaginemos que, por un azar no imposible, este sueño repite puntualmente el que soñó el maestro. Postulada esa igualdad, cabe preguntar: Esos instantes que coinciden ¿no son el mismo? ¿No basta un solo término repetido para desbaratar y confundir la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia?
Negar el tiempo es dos negaciones: negar la sucesión de los términos de una serie, negar el sincronismo de los términos de dos series. En efecto, si cada término es absoluto, sus relaciones se reducen a la conciencia de que esas relaciones existen. Un estado precede a otro si se sabe anterior; un estado de G es contemporáneo de un estado de H si se sabe contemporáneo. Contrariamente a lo declarado por Schopenhauer[2] en su tabla de verdades fundamentales (Welt als Wille and Vorstellung, II, 4), cada fracción de tiempo no llena simultáneamente el espacio entero, el tiempo no es ubicuo. (Claro está que, a esta altura del argumento, ya no existe el espacio.)

Meinong, en su teoría de la aprehensión, admite la de objetos imaginarios: la cuarta dimensión, digamos, o la estatua sensible de Condillac o el animal hipotético de Lotze o la raíz cuadrada de—I. Si las razones que he indicado son válidas, a ese orbe nebuloso pertenecen también la materia, el yo, el mundo externo, la historia universal, nuestras vidas.

Por lo demás, la frase negación del tiempo es ambigua. Puede significar la eternidad de Platón o de Boecio y también los dilemas de Sexto Empírico. Éste (Adversus mathematicos, XI, 197) niega el pasado, que ya fue, y el futuro, que no es aún, y arguye que el presente es divisible o indivisible. No es indivisible, pues en tal caso no tendría principio que lo vinculara al pasado ni fin que lo vinculara al futuro, ni siquiera medio, porque no tiene medio lo que carece de principio y de fin; tampoco es divisible, pues en tal caso constaría de una parte que fue y de otra que no es. Ergo, no existe, pero como tampoco existen el pasado y el porvenir, el tiempo no existe. F. H. Bradley redescubre y mejora esa perplejidad. Observa (Appearance and Reality, IV) que si el ahora es divisible en otros ahoras, no es menos complicado que el tiempo, y si es indivisible, el tiempo es una mera relación entre cosas intemporales. Tales razonamientos, como se ve, niegan las partes para luego negar el todo; yo rechazo el todo para exaltar cada una de las partes. Por la dialéctica de Berkeley y de Hume he arribado al dictamen de Schopenhauer: “La forma de la aparición de la voluntad es sólo el presente, no el pasado ni el porvenir; éstos no existen más que para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de razón. Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro: el presente es la forma de toda vida, es una posesión que ningún mal puede arrebatarle... El tiempo es como un círculo que girara infinitamente: el arco que desciende es el pasado, el que asciende es el porvenir; arriba, hay un punto indivisible que toca la tangente y es el ahora. Inmóvil como la tangente, ese inextenso punto marca el contacto del objeto, cuya forma es el tiempo, con el sujeto, que carece de forma, porque no pertenece a lo conocible y es previa condición del conocimiento” (Welt als Wille und Vorstellung, I, 54). Un tratado budista del siglo V, el Visuddhimagga (Camino de la Pureza), ilustra la misma doctrina con la misma figura: “En rigor, la vida de un ser dura lo que una idea. Como una rueda de carruaje, al rodar, toca la tierra en un solo punto, dura la vida lo que dura una sola idea” (Radhakrishman: Indian Philosophy, I, 373). Otros textos budístas dicen que el mundo se aniquila y resurge seis mil quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una ilusión, vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solos. “El hombre de un momento pretérito—nos advierte el Camino de la pureza—ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá” (obra citada, I, 407), dictamen que podemos comparar con éste de Plutarco (De E apud Delphos, 18): “El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana.”
And yet, and yet... Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
Freund, es ist auch genug. Im Fall du mehr willst lesen,
So geh und werde selbst die Schrift und selbst das Wesen.
(Angelus Silesius: Cherubinischer Wandersmann, VI, 263. 1675).

[2] Antes, por Newton, que afirmó: “Cada partícula de espacio es eterna, cada indivisible momento de duración está en todas partes,, (Principia, III, 42).

#NuevaRefutaciónDelTiempo #OtrasInquisiciones (1952)

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