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Un hecho cualquiera –una observación, una despedida, un encuentro, uno de esos curiosos arabescos en que se complace el azar– puede suscitar la emoción estética. La suerte del poeta es proyectar esa emoción, que fue íntima, en una fábula o en una cadencia. La materia de que dispone, el lenguaje, es, como afirma Stevenson, absurdamente inadecuada. ¿Qué hacer con las gastadas palabras –con los idola fori de Francis Bacon– y con algunos artificios retóricos que están en los manuales? A primera vista, nada o muy poco. Sin embargo, basta una página del propio Stevenson o una línea de Séneca para demostrar que la empresa no siempre es imposible. Para eludir la controversia he elegido ejemplos pretéritos; dejo al lector el vasto pasatiempo de buscar otras felicidades, quizá más inmediatas.

Un volumen de versos no es otra cosa que una sucesión de ejercicios mágicos. El modesto hechicero hace lo que puede con sus modestos medios. Una connotación desdichada, un acento erróneo, un matiz, pueden quebrar el conjuro. Whitehead ha denunciado la falacia del diccionario perfecto: suponer que para cada cosa hay una palabra. Trabajamos a tientas. El universo es fluido y cambiante; el lenguaje, rígido.
De cuantos libros he publicado, el más íntimo es éste. Abunda en referencias librescas; también abundó en ellas Montaigne, inventor de la intimidad. Cabe decir lo mismo de Robert Burton, cuya inagotable Anatomy of Melancholy –una de las obras más personales de la literaturaes una suerte de centón que no se concibe sin largos anaqueles. Como ciertas ciudades, como ciertas personas, una parte muy grata de mi destino fueron los libros. ¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano.

J. L. B.
Buenos Aires, 7 de octubre de 1977
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