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Es verdad que lo ignoro todo sobre él
—salvo los nombres de lugar y las fechas:
fraudes de la palabra–
pero con temerosa piedad he rescatado su último día,
no el que los otros vieron, el suyo,
y quiero distraerme de mi destino para escribirlo.
Adicto a la conversación porteña del truco,
alsinista y nacido del buen lado del Arroyo del Medio,
comisario de frutos del país en el mercado antiguo del Once,
comisario de la tercera,
se batió cuando Buenos Aires lo quiso
en Cepeda, en Pavón y en la playa de los Corrales.
 
Pero mi voz no debe asumir sus batallas,
porque él se las llevó en un sueño esencial.
Porque lo mismo que otros hombres escriben versos,
hizo mi abuelo su sueño.
 
Cuando una congestión pulmonar lo estaba arrasando
y la inventiva fiebre le falseó la cara del día,
congregó los ardientes documentos de su memoria
para fraguar un sueño.
 
Esto aconteció en una casa de la calle Serrano,
en el verano ardido del novencientos cinco.
Soñó con dos ejércitos
que entraban en la sombra de una batalla;
enumeró los comandos, las banderas, las unidades.
“Ahora están parlamentando los jefes”, dijo en voz que le oyeron
y quiso incorporarse para verlos.
 
Hizo leva de pampa:
vio terreno quebardo para que pudiera aferrarse la infantería
y llanura resuelta para que el tirón de la caballería fuera
             invencible.
Hizo una leva última,
congregó los miles de rostros que el hombre sabe, sin saber,
             despues de los años:
caras de barba que se estarán desvaneciendo en daguerrotipos,
caras que vivieron junto a la suya en el Puente Alsina y Cepeda.
Entró a saco en sus días
para esa visionaria patriada que necesitaba su fe, no que una
             flaqueza le impuso;
juntó un ejército de sombras porteñas
para que lo mataran.
 
Así, en el dormitorio que miraba al jardín,
murió en un sueño por la patria.
 
En metáfora de viaje me dijeron su muerte; no la creí.
Yo era chico, yo no sabía entonces de muerte, yo era inmortal;
yo lo busqué por muchos días por los cuartos sin luz.
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