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La ricchezza della vita è fatta di ricordi, dimenticati.CESARE PAVESE

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     Ésta debe ser la trigésima despedida. Es un trámite que Fernando Varengo conoce de sobra. Como testigo, claro; no como viajero. Asistir a la normal y apasionada discusión de Miguel y Carmen con el empleado de Iberia que, con buenas razones, pretende cobrarles quince mil pesetas por el exceso de equipaje (cuatro valijas grandes, dos medianas, varios ilevantables bolsos de mano); comprobar sin embargo que el tipo no resulta tan obstinado como su rostro goyesco anunciaba y accede por fin a cobrarles un importe meramente simbólico, que ellos a su vez aceptan casi lagrimeando de gratitud y ahorro; presenciar, una vez obtenidas las tarjetas de embarque, el desfile tartarinesco de cajas de turrones, radiocasettes, osito de peluche (para la sobrina de Miguel), puzzle gigante (para el sobrino de Carmen), bolsas, bolsones, cámara japonesa, y en medio de esa pirámide de Keops, a los dos conmovidos y agitados viajeros que, debido a la abundancia de equipaje de mano (Miguel, en particular, parecía un dios Siva del siglo XX), no estaban en condiciones de abrazar, pero sí de ser abrazados por Fernando y los pocos que iban quedando en el oasis de Madrid, y verlos por fin, tras el control de pasaportes, ahora sí llorando de veras y haciendo adiós con la mano izquierda mientras la derecha va retirando los bultos que seguramente estarán surgiendo a borbotones del oscuro teloncito de la inspección de seguridad. Y luego, ya desaparecidos los viajeros en su búsqueda de la puerta 12 (o sea la gueite namber tuguelfe, según dicen los altavoces de Iberia cuando se ponen políglotas), mirarse con los otros que se quedan como él, sin decir nada porque en realidad no hay mucho que decir, y Norma que propone si querés te llevo, y Fernando que no, de veras te agradezco, hoy voy con otro rumbo, aunque no sea cierto, va en el rumbo de siempre, pero quiere ir solo en el bus del Aeropuerto y apearse en la bajada de Serrano para quedarse un rato contemplando a la gente que pasa, aunque sea tarde, gente que pasa desde los cafés y restaurantes o hacia los cines, gente que, como él, se queda en Madrid. Sí, debe ser por lo menos la trigésima despedida. Antes se fueron Andrés, Mauricio, Alejandra, Claudio, Marta, José Carlos, Irene, Pablo, Omar, Gladys, Washington, Victoria, Pepe, Magda, Horacio, Manolo, Nicolás, María Luisa, Agustín, Sara, y otros, otras. Todos regresan al país, aunque después algunos regresen del regreso. Al á van, los más ignorando a qué. Saben por qué y eso les alcanza. Todos vuelven menos él, que ha decidido quedarse. Ahora, en el bus del Aeropuerto que lo llevaba hasta Serrano, Fernando supo que, sin Miguel y sin Carmen, se iba a sentir más solo pero también más extranjero. Los franceses se las arreglaban mejor para expresar esta sensación. Étranger significa a la vez extraño y extranjero. Fernando a veces se sentía extranjero (a pesar de, o sobre todo por la gran pirotecnia del Quinto Centenario), pero otras veces se sentía extraño, y no podía definir qué era peor. O mejor. Porque la extranjeridad o el extrañamiento no incluían sólo desventajas. También permitían cierta valoración objetiva (de la que no era capaz, por ejemplo, cuando juzgaba a su país y a sus compatriotas) y hasta algún disfrute que nunca dejaba de ser mínimamente turístico. Siempre hay un trozo de historia, una catedral gótica, una noticia de anteayer, un tercio de banderillas (cuando el pobre toro aún alienta esperanzas), la simpatía extravertida y sin embargo entrañable de algunos andaluces que no ascienden a yuppies; la belleza nueva de las muchachas madrileñas (¡cómo han mejorado en apenas un decenio de democracia!); las manos vibrantes de Paco de Lucía; los leones de Cibeles con bucles y barbas de hielo; el azul contaminado y hermoso del Mediterráneo; los niños que se suicidan porque les quedaron asignaturas pendientes; las turistas nórdicas en pelotas y los indignados y fieles mirones del Opus Dei; siempre hay algo por descubrir cotidianamente en esta España que intenta a toda costa ser europea pero aún no encontró la garrocha (aquí le dicen pértiga) para saltar sobre los Pirineos.

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      Cinco pisos sin ascensor dicen que es algo bueno para el sistema circulatorio. Mejor aún para el presupuesto mensual, ya que si amor con amor se paga, piso con ascensor también. Así y todo los cuarenta y cinco de Fernando (que no son muchos pero parecen más cuando el individuo cultiva la escritura sedentaria) le exigen un descanso, dónde, pues como su nombre lo indica, en el descansillo, que está en este inmueble frente al 3A (inicial inútil si las hay, ya que sólo existe una vivienda por planta). Apenas cuando viene a visitarlo el asma profesional de Leonardo, Fernando se arrepiente un poco de ese ahorro, al que no considera signo de mezquindad sino de carencia. Sin embargo, Leo y su asma son viejos conocidos, entre sí y también del anfitrión. Cuando al fin llega al 5 Leo cumple el ritual de derrumbarse en el sillón de cuero para aplicarse ansioso el aerosol. Antes eran más primitivos, dice entre jadeos más o menos sibilinos, pero no contribuían, como éstos tan modernos y portátiles, a aumentar el agujero en la capa de ozono de la Antártida. No sé si sabés que Lezama Lima llamaba saxofón sutil a aquellas bombitas indisimulables, valetudinarias y ruidosas, que nos metían en los bronquios la clásica adrenalina con la misma función dilatadora con que estos elegantes aparatitos, con apariencia de desodorantes, nos introducen el salbutamol o el broinhidrato de fenoterol o el bromuro de ipratropio o el sulfato de tebutalín, u otros aportes de la postmodernidad bronquial. Concretando: vengo por mandato del insigne Prada. Como no tenés contestador automático, entre otras razones porque no tenés ni siquiera teléfono y además sos por lo general inencontrable, no tuve otro remedio que escalar tu himalaya. Si no te hubiera encontrado, te habría dejado bajo el felpudo un escueto mensaje de rasgos temblorosos, con el premeditado objeto de que aumentara, si aún te queda margen, tu sentimiento de culpa ante mi sacrificio. Leonardo o la Martirio, dice Fernando, y qué quiere Prada. Cómo qué quiere. Que escribas, carajo. Dos notas por semana, qué te parece. Lo que me parece es que es un Harpagón. Por favor, Fernando, ¿te vas a poner fino aquí y ahora, vos que no tenés residencia ni contrato de trabajo ni carnet de partido alguno, ni siquiera de la oposición? Y antes de que el otro le recite de memoria la Ley de Extranjería, mirá, decile a Prada que haré los artículos, pero que al menos me sugiera temas, o me mande algún libro, ¿no? Y además los detalles: cuántas carillas o, como dicen ahora, cuántos golpes de máquina; y si firmo con iniciales o con nombre completo o con seudónimo o simplemente no firmo. ¿Pero qué pasa? ¿No tenés principios vos? ¿O estás en una crisis de escepticismo? Escepticismo, no; desaliento total. Enhorabuena, viejo, todavía no llegaste a la desesperación. Se ríen como antídoto, o como exorcismo. Pero a Leo la risa le provoca disnea y sólo han transcurrido veinte minutos desde el bombazo o soplido anterior, así que se pone serio aunque la risa le sale por los ojos, la nariz, las orejas. ¿Ni siquiera me vas a convidar con un miserable churrasco en agradecimiento por la bonne nouvelle? Leo, sólo puedo ofrecerte melón, jamón serrano, melocotones en almíbar, leche completa. ¿Leche completa? ¿Pero acaso no sabés que la leche es alergena, y más alergena cuanto más completa? ¿Y el whisky, che, también es alergeno? Sólo si es nacional. No te rías, que te viene el espasmo.

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      El pisito que alquilan los Pinto (Felipe y Andrea) en una sexta planta (con ascensor, no faltaba más) de la calle Canillas, sólo adquiere un orden mediano y provisional cuando recibe a los amigos. Sin deliberación ni el menor reproche, ni siquiera mental, la mirada de Fernando conjetura, casi sabe, que ese montón de libros y aquella pila de discos estaban hasta hace poco desparramados sobre la alfombra de yute. Los ceniceros están en la repisa, pero sobrevive algún pucho. También hay que reconocer que con tres niños (5, 4 y 2 años) es casi imposible mantener despejado ningún hogar que se precie de serlo. Después de todo, los afiches de arte y los pósters políticos iluminan el ambiente y muestran cómo querrían los dueños de casa que luciera el conjunto. Están Norma y Aníbal, Joaco y Teresa, y también dos granadinos: Inma y Carlos. Fernando le pregunta a Aníbal por qué decidió volver a Madrid después de estar un mes y medio en Montevideo. Aníbal dice que fue solo, para ver qué posibilidades había de hallar trabajo y proyectar entonces el traslado familiar. Pero no hay caso, no encontré nada, sería una aventura arriesgarnos así, no olvides que tenemos dos chavales. Botijas, enmienda nada menos que el andaluz, y todos se miran asombrados. Botijas, claro. Cuesta decidirse a no ir, afincarse definitivamente aquí, viajar allá sólo en las vacaciones, y eso si las cosas ruedan bien durante el año. Ya veo, dice Inma, el dilema es: IVA aquí o IVA allá. Pero cómo, pregunta Joaco, ¿este joven no se IVA? Silencio unánime y congelado. Sólo Norma ríe, solidaria, pero retorna al tema. Y ahora se acabó la excusa del exilio: residentes o mierda. ¿Y vos, Fernando? Mierda. Ni residencia he conseguido. Pero ya lo decidí: me quedo, y no porque allá me sea difícil encontrar trabajo. Me quedo; sólo eso. Y no tengo chavales. Ni botijas. Ah. Por qué será, se atreve a inquirir Joaco, que los porteños siempre se analizan y nosotros nunca. Bueno, no tanto, conozco un sanducero que se analiza en Barcelona con un entrerriano. Influencia de Artigas, che: Provincias Unidas del Río de la Plata. Sabés una cosa, yo creo que el analista no me va a revelar nada que yo no sepa. Pero Aníbal, a vos hay que alfabetizarte y con premura. El analista no va a revelarte nada, sencillamente (o complicadamente, eso no importa) va a ayudarte a que vos te descubras. Yo recomendaría que dejáramos el tema para 1992, como parte del Quinto Centenario. Inma rompe de pronto su silencio y dice que en Andalucía la gente se psicoanaliza mediante el flamenco. Asombro número dos. Nadie osa contradecirla. Y vos, Fernando, ¿te analizaste para saber por qué no vas? Recurro a mi flamenco propio. Empero. Tácito acuerdo de no insistir. El horno no está para bollos. Ni para fainá. Tragos y hielo bienvenidos. Sin embargo, ya no es como antes. Nadie brinca por el pronto regreso. Los que ya se fueron no están para brindar. Y los que se quedan ya no brindan. Hoy el acontecimiento social es que el gato Matías y el menor de los Pinto hicieron caca al unísono frente a la heladera. O más bien frente a la nevera, ya que tanto Matías como Tito son oriundos de Castilla la Vieja.

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      Fernando sabía que Lucía era chilena y exiliada. Los chilenos continúan siendo, por ahora, exiliados forzosos y no voluntarios, como es ahora Fernando. En la fiestita que dio Joaco para celebrar sus 13 aciertos en la quiniela futbolística, Lucía estaba en un rincón, como ajena. Había sido una quiniela gorda, con pocos unos, muchos dos y casi ninguna equis, pero había perdido sorprendentemente el Real, percance que le impidió alcanzar los aciertos; así y todo el premio consuelo le alcanzaría a Joaco para ir con Teresa hasta Atenas, algo que siempre había sido su aspiración secreta: es un crimen estar en Europa y no conocer la Hélade. La Hélade, mon dieu, qué exquisitez. Che, si acertando trece resultados te vas a la Hélade, capaz que si acertabas los catorce, te ibas a Karachi. Vete al ídem, camarada. Fernando se acercó a la chilena y trató de introducirla en el festejo. Ella también trató. Norma le hizo a Fernando desde lejos un gesto que claramente significaba que la dejara tranquila. Pero pasada la medianoche se fueron todos y Fernando y Lucía caminaron juntos. No sirvo para esto, dijo ella. Cuanta más alegría veo, más me acosa la idea de la muerte. Fernando advirtió que estaban caminando sin rumbo. En el 73 mataron a Eduardo. No sólo lo mataron a él sino que me lo mataron. He quedado seca, reseca, como si me hubieran planchado el corazón, qué sé yo. Tomaron un taxi y ella dio sus señas. El barrio no estaba mal y el edificio daba a una placita. Sube conmigo si quieres. Pero su mirada era de no te hagas ilusiones. Mientras ella hacía café, él se arrimó a la ventana, y la plaza, bajo aquella luna de otoño, le pareció insolidaria. Después del café, él no sabía qué decir, pero sintió que debía hacer algo. No sentía deseo, sólo voluntad de ayudar, no sabía cómo. Le acercó una mano y ella al comienzo no se movió. Luego empezó a llorar silenciosamente y Fernando comprendió que ante esa tristeza no cabía decir nada. Sólo estar. A Lucía le hizo bien llorar, sobre todo cuando dejó de hacerlo silenciosamente y volcó su cabeza sobre la mano extendida de Fernando. Él entendió que esa noche debía quedarse allí. Quedarse y nada más. Lucía le trajo una frazada para que durmiera en el sofá de la salita y ella se fue al dormitorio. Pero antes Fernando le pasó la mano por el pelo y ella dijo me hace bien saber que estás aquí.

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      Cuando Lucía sube al piso de Fernando la conversación es menos tensa que cuando Fernando sube al de Lucía. Ella se siente más aliviada en el ámbito creado por el nuevo amigo, transitoriamente liberada de su soledad y sus fantasmas, del culto de sus fotos y sus cartas. Y entonces no permanece callada ni se echa a llorar. Encara su situación con mayor serenidad y pone al día a Fernando sobre sus últimos movimientos y gestiones. Por fin ha conseguido trabajo, y para colmo en una librería. Alguien le presentó a don Fermín, el viejo librero, precisamente cuando éste buscaba una empleada que fuera capaz de vender libros como los libros que son y no como licuadoras o zapatos. El amigo común no necesitó explicarle al viejo quién era Lucía y de dónde venía, para que entendiese todo el resto. Es un sabio, dice ahora Lucía, pero un sabio al estilo medieval, esos que lo conocían todo y sin embargo no se deshumanizaban. Me siento bien con él y además el trabajo me gusta. Ella había sido periodista allá en Santiago, ay Fernando, pero en España eso es algo casi inalcanzable, gremio cerrado y excluyente como pocos, todavía hay muchos de la otra época y ésos no abandonan ni por infarto. Ella quisiera escribir de tantas cosas: las que ha visto, las que ha sufrido, las que ha dejado atrás. Pero aquí el sufrimiento pasó de moda como tema periodístico, ¿no te parece? Y fíjate, no les echo en cara ese rechazo. La tortura agota a sus víctimas, pero también se agota como noticia. No más de esa barbarie, por favor, parecen decirte con su penúltima simpatía, déjanos escuchar a Madonna y a Julio Iglesias, déjanos ver nuevamente Dinastía y recordar cómo era Dallas, guárdate a ese carroza de Pinochet y déjanos con Lady Di, con Stephanie, con Boris Becker, con la farándula de Marbella. No le pidas peras al olmo. No es nada fácil comprender a América Latina desde Europa, ni siquiera desde España, que parece (y, pese a todo, es) lo más cercano. Y esto es así aun cuando exista buena voluntad. Imagínate si no existiera. Bueno, es humano. Cuando estás en medio del confort, y tiendes a la seguridad, y trabajas todo el año en función del ocio de agosto, hay que ser muy solidario o muy masoquista o simplemente exiliado, para amargarte la vida pensando en el hambre o la tortura que sufren prójimos lejanísimos. Yo, por principio o por orgullo (todavía no lo tengo bien claro), ya no menciono la palabra tortura. Me resulta insoportable la repugnancia solidaria. Casi prefiero la repugnancia a secas. Estarás pensando que estoy un poco rayada, y no lo descarto. Tengo motivos varios, pero no quisiera estarlo. Si a Eduardo lo mataron por asfixia, no quiero que a mí me asfixien con la desesperanza. Lo primero, dijo entonces Fernando, es que vos misma te rescates. Mirá que cuando uno tiene el ánimo en un pozo, nadie puede ayudar, el único que puede hacer algo es uno mismo. Sin embargo tú me ayudaste, dijo Lucía, me sacaste de los pelos cuando estaba a punto de hundirme. Bah, vos también lo hiciste conmigo. Aquella primera noche en tu casa, cuando te soltaste a llorar, sentí que, sin que vos misma lo supieras, también llorabas por mí. Con una habilidad que a él mismo le asombra, Fernando pone a punto su tortilla a la española, o sea una tortilla de papas pero bien hecha, tal vez su mayor deuda con la Patria Madrastra. Sirve el vino catalán, ya verás qué delicia, y se atreve a brindar: por todo lo que nos falta. Ella sonríe y comenta: eso es casi como brindar por el mundo.

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      Fernando, solo en su himalaya, ha resuelto dejar por un rato la Hermes con la hoja a medio llenar, cebarse un mate y sentarse en la mecedora. De vez en cuando es bueno hacerse un espacio para la reflexión. Cuando se llega a los 45 años en soledad (tras lapsos en compañía y en semisoledad) se sufre un poco pero también se le toma el gusto a la vida en singular. Mira a su alrededor y reconoce que su covacha de hombre solo no está mal. Libros por doquier, discos, pósters. Una de las paredes está casi totalmente cubierta con afiches de arte, entre los que se destaca uno estupendo de Botero, adquirido en Oslo, con esa gorda implacable e inmensa que empieza a vestirse, mientras en la cama de dimensión olímpica yace, agotado y ya dormido, o simulando estarlo, el insignificante complemento conyugal, ese pobre hombrecito que convoca piedades completas. En las repisas hay detalles (un cenicero búlgaro, una virgen negra de Barcelona, un caballito bicolor de Sargadelos, un candelabro de Atenas, un balconcito de Tenerife, un sanmartín de Tours, un mannekenpis de Bruselas, un gallito de Lisboa) que en conjunto son un muestrario de su exilio. Bueno, no sólo de su exilio; también de las salidas al exterior que debe efectuar cada tres meses puesto que en España no le dan residencia (no puede documentar que recibe dinero del extranjero, entre otras cosas porque no lo recibe, y tampoco puede demostrar que gana lo suficiente para sobrevivir sin asaltar a nadie, y todo eso porque, considerando que no posee residencia, tampoco puede lograr contrato de trabajo y, en consecuencia, sus faenas de traductor y periodista son vergonzantes y clandestinas). O sea que con lo que gana en un trimestre no sólo debe comer, pagar el alquiler de la covacha y comprarse alguna camisa y dos calzoncillos, sino además juntar suficientes pelas para su periódica salida. Su salvación (se incorpora a medias para tocar con la punta de los dedos una tabla de dibujo, o sea madera sin patas) ha llegado con la traducción de novelas policíacas. Merced a esa ganga, ha podido extender el radio de sus safaris, y eso, por varios motivos, le vino bien. La verdad es que estaba un poco aburrido de sus obligatorias visitas trimestrales a Perpignan (ya lo conoce de memoria), que era la salida más módica. Fue así que pudo conocer París, Oslo, Bruselas, Roma, Atenas, Lisboa. Está también el chanchito de Pomaire que le regaló Lucía y que tiene un valor adicional ya que fue de las poquitas cosas que ella pudo sacar de Chile. Y aquella pipa que le dio un viejo griego, con quien pasó uno de los episodios más recordables de su exilio. Estuvieron casi dos horas, en una esquina primero, luego en un café de Atenas, bebiendo ouzo y conversando o más bien haciendo que conversaban, es decir hablando cada uno su lengua y sin embargo comunicándose, con gestos, con miradas, con risas, con palmadas en el hombro ajeno o en la frente propia, con acompañamiento de las manos, con dibujos en el aire o en las servilletas, como si aquello fuera un ensayo de una pantomima a cuatro manos. Él no había desconfiado en ningún momento, y el viejo parece que tampoco. Fernando sabía que allí le había quedado un amigo, a quien en cualquier lugar del mundo podría reconocer. Al final el viejo (que se llamaba Andreas, eso quedó claro, gesticulación mediante) le regaló su pipa y Fernando le dio su bufanda, que el otro se puso de inmediato pero en la cabeza. Ambos rieron, hicieron un último brindis con los restos del tercer ouzo, y ése fue el adiós. Fernando recuerda que nunca pensó que aquel trago heleno fuera tan traicionero, porque no bien se puso de pie, toda Atenas le dio vueltas como una calesita homérica y sólo pudo regresar a su hotel de una sola estrella apoyándose en los rugosos muros de la antigua Grecia y en las lisas paredes de la moderna. En otro estante hay un llavero que es además un pequeño mosaico, obtenido en Florencia de las cuidadas manos de una boloñesa, con la que sí habló largamente (en este caso, cada uno entendía y hasta chapurreaba el idioma del otro) y además terminó la jornada acostándose con ella. La cosa fue de lo más normal, no con amor porque eso es imposible en 24 horas (en Europa no existe la especialidad «a primera vista») pero sí con un crescendo de simpatía. Resultó que Claudia era nada menos que profesora de arte en Bologna y había venido a confirmar algunos datos e impresiones en la Galleria degli Uffizi. Fue allí donde se encontraron. Como ella había concluido sus apuntes en la víspera, pasaron el día juntos, en realidad cada vez más juntos. Él trató de llevarla a su pensión de mala muerte, pero el cancerbero de rigor no permitió la entrada de la signorina, de modo que tuvieron que trasladarse al hotel de buena vida en que Claudia se alojaba. En consonancia con sus cuatro estrellas, era menos pudibundo y la única precaución consistió en emplear distintos ascensores. En esa única noche Claudia fue muy tierna, y aun ahora, o sea tres años después, a Fernando el corazón no se le estruja pero se permite una breve taquicardia. Cuando se despidieron, él le dio sus señas en Madrid. Quizá algún día te busque, dijo ella, pero no le dio las suyas. Es por mi marido, ¿sabes?, lo puede tomar a mal. O sea que era casada, vaya vaya. La noticia como adiós.

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      La gratitud puede ser un afluente del amor. Pero cuando la corriente de gratitud se junta con el caudal del amor, siempre sobreviene una etapa indecisa, en que no se sabe a ciencia cierta cuál es cuál. En esa ambigüedad se movieron Lucía y Fernando. Dos o tres veces a la semana Lucía trepaba las cinco plantas y en otras ocasiones también Fernando la acompañaba a casa. No obstante, ella prefería venir a verlo; se sentía mejor en la intimidad ya asentada de aquel exiliado que aparentemente se había jugado por el no regreso. Fernando no tenía teléfono, así que ella no podía avisarle. Sabía que podía llegar en cualquier momento, abrazar a Fernando, besarlo en ambas mejillas (hay costumbres europeas que tienen su gracia) y desparramarse por fin en aquella mecedora que se había convertido casi en un territorio propio, o por lo menos en un enclave de su amistad. Él siempre la recibía con cariño y hasta con euforia. Se le iluminaba la mirada cuando sonaba el timbre y era ella. Fernando cultivaba su soledad con el mismo refinamiento que si se tratara de la violeta africana que Miguel y Carmen le habían dejado en custodia cuando decidieron volver a Uruguay. Él reconocía que, a sólo dos meses del primer encuentro en lo de los Pinto, Lucía había empezado, casi sin darse cuenta, a formar parte de su vida. Hablaban o callaban; eso no era lo importante. Lo esencial era saberse en compañía. Ya se habían contado sus respectivas historias (el fracaso matrimonial y la prisión de él en Montevideo, la odisea de ella en Santiago) pero una sola vez y con pudor, sin entrar en el detalle del contraído espanto o la monstruosa crispación, sin ponerse a rememorar las fisuras del miedo o la contigüidad del desvarío. La gratitud no se teñía de súplica; simplemente instaba, sin proponérselo, a la solidaridad y la obtenía. En realidad, era una operación de ida y vuelta. La solidaridad de las palabras empezó usufructuando puentes levadizos pero acabó construyendo puentes estables, estableciendo así un vínculo peculiar, cada vez con menos heridas y más necesidad del otro. La solidaridad era también manos que se encontraban, abrazos casi furtivos, o la compartida visión de la noche a través del angosto ventanal de la buhardilla. Casi siempre cocinaba él, pero ella solía traer, ya preparadas, unas ensaladas exquisitas. Por fin llegó una noche en la que Fernando, sin ninguna premeditación, se encontró inaugurando una nueva fase: Lucía, hemos sido cuidadosos, prudentes, maduros, respetuosos del otro, cuerdos, tal vez demasiado cuerdos. Nos hemos respetado para poder querernos. Lo que pasaste se hermanó con lo que pasé. Tengo la impresión de que nos necesitamos. Yo por lo menos te necesito. Pero quiero decírtelo francamente: tal vez hubiera sido un grueso error precipitar las cosas cuando nos conocimos, pero creo que ahora sería un error no menos grave que nos priváramos de nuestros pobres y escarmentados cuerpos, yo del tuyo, vos del mío. Cuando nos abrazamos, casi a escondidas de nosotros mismos, yo quisiera abrazarte toda. Sé que para vos es difícil, alguna vez tocamos el tema pero con pinzas. Ahora bien, ¿acaso no es más difícil mantenernos a profiláctica distancia? No podemos saber qué nos traerá el futuro; en cambio sí sabemos qué nos trajo el pasado. Apenas tenemos una aleatoria y frágil potestad sobre el presente y en él estamos, en él estoy contigo. Y vos, ¿estás conmigo? Lucía pestañeó por fin. Es claro que estoy contigo, Fernando. Me siento conmovida, pero creo que podría confirmar todo cuanto has dicho. Pero tengo miedo. No sabes cuántas veces comprobé y reconocí mis ganas de tu cuerpo. Cuántas veces advertí tu deseo del mío. Es más que deseo, Lucía; o mejor dicho, es deseo y algo más. Es cierto, pero igual tengo miedo. Ignoro (y me dirás que nunca lo sabré si no paso por la prueba) hasta dónde los mandatos de mi cuerpo serán capaces de vencer a las amonestaciones de ese mismo cuerpo. Somos adultos, Lucía. Por supuesto que lo somos, pero la crueldad ajena, Fernando, nos ha hecho más viejos. Tus canas están a la vista; yo las tapo pero las tengo. Más viejos o más maduros, no lo sé bien, pero también más indefensos. Tú a tus 45, yo a mis 37, no somos adolescentes, no faltaba más. ¿Pero de cuánto adolecemos? ¿Por qué, a pesar de nuestras edades, llegamos, cada uno solo, a esto que es más un cruce que un encuentro? Uno puede enviciarse con la propia soledad y en ocasiones (es casi una droga) envenenarse con ella. Es arduo abrirle de pronto la puerta y decirle: Vámonos, vamos a encontrarnos con otra soledad, con otro desamparo. Y esto aunque se trate de un querido desamparo, como el tuyo. Fernando asintió con la cabeza pero no dijo nada. Dio unos pasos hacia la ventana, como si tuviera interés en la noche exterior, con escasas pero suficientes estrellas y con ondas de voces y chirridos metálicos. Pensó que su noche interior, en cambio, estaba oscura y muda. Cuando llegaba a la conclusión de que se había apresurado, de que se había dejado llevar por un impulso y que tal vez el arrebato echara a perder para siempre su relación con Lucía, sintió que los brazos de ella lo ceñían desde atrás y luego empezaban lenta, morosamente, a desabrocharle la camisa, de arriba abajo. A pesar de la sorpresa, él no intentó darse vuelta, enfrentarla. Sólo podía ver, reflejado en el vidrio de la ventana, aquel rostro único, irrepetible, que asomaba sobre su hombro. Cuando aquellas manos que tan bien conocía, desabrocharon el último botón, sintió junto al oído este presagio: No sé qué pasa, pero de pronto me he quedado sin miedo. Me has dado tanto, Fernando, me has dado tanto. Yo quiero darte mi soledad, que es lo único que verdaderamente poseo. Y voy a dártela ahora.

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      Quiero ser otra vez mujer sentirme mujer y el deseo me devuelve a la vida porque es mío y es suyo quiero sentir mi piel y por suerte la siento quiero que mis manos recuperen el tacto y por fortuna disfrutan lo que tocan lo que acarician lo que abarcan quiero querer y me atrevo a admitir que estoy queriendo no como quise a eduardo pobrecito mío nada es repetible sólo una vez se es nueva sólo una vez la sorpresa es dolor y el dolor es entrega y la entrega es el color del mundo el placer del mundo la esperanza del mundo pero quiero ser otra vez mujer y lo estoy siendo no como un esmero solitario sino porque fernando es dulce va seduciendo centímetro a centímetro mis poros sedientos de sus palmas hambrientos de sus labios fernando es dulce y su peso no me pesa sus huesos se amoldan a mis cuencas y reconozco sin ambages la jugosa tristeza de ser feliz no como con eduardo claro porque esta bienaventuranza es asimismo parte de mi duelo este auge también es parte de mi quebranto pero el cuerpo es pragmático y nos salva me salva por el goce como este que ahora me penetra nos salva por las lenguas que comunican y consuelan nuestras soledades nos purifica en el gemido que es llamado y es respuesta y así voy y vengo vas y vienes fernando en mí yo hogar de ti cuna de ti lecho de ti dime otra vez lucía porque con tu clamor me das mi identidad me das mi cuerpo me das mi entraña me das me das oh cuánto me estás dando fernando eduardo fernando eduardo fernando fernando fernando otra vez soy.

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      ¿Por qué no hablo nunca de Ana? Nunca. Con nadie. ¿Es un capítulo cerrado? ¿Qué culpas trato de esquivar? Ana, mi mujer. Por cinco años. Ana y Fernando. Fernando y Ana. Las fintas del amor duraron tres: dos años para creer que nos queríamos y sólo uno para convencernos de que no. Después el deterioro, otro año inacabable. Los larguísimos silencios, el regreso a la palabra sólo para agraviarnos. Y el último, destinado a convencer a los cuerpos de que ya no se necesitaban. Al fin se convencieron, y ella se fue con Sergio. A compartir con él la militancia y la cama. Quedé solo, exultante y a la vez harto de mi aislamiento. La contradicción duró en realidad sólo seis meses, porque una noche me llevaron, y entonces, entre movida y movida, la soledad tuvo otro color, otro sentido, al menos era una sola, podrida soledad. Cierto día de un agosto cualquiera, en uno de los sórdidos y no obstante bienvenidos recreos, supe que Sergio y Ana habían desaparecido en Buenos Aires. Eran dos de los treinta mil. Entonces, en la lobreguez de la celda, enfrentado siempre a las mismas manchas de la misma pared, me dediqué a repasar la vida de Ana, el personaje de Ana, el cuerpo de Ana, los ojos de Ana. Y también a mascullar mi ambigua culpa: que si se hubiera quedado conmigo, que si no le hubiera resultado insoportable seguir conmigo, y en consecuencia no se hubiera ido con Sergio, quizá habría estado presa como yo pero no desintegrada, perdida, desvanecida en la nada. Y me resultaba insoportable la idea de que no existiera, de que su boca, sus manos, sus caricias, sus insultos, sus rencores, sus silencios, sus reconciliaciones, sus invectivas, sus violentos portazos, ya no existieran. Ana era un ser contradictorio, injusto, pero a la vez tierno, sensible como pocos. En la horrible tregua de aquellas noches, en el tenso sosiego, con el cuerpo martirizado y memorioso, pese a todo movía mis labios para decirle viejas dulzuras o para besarla, pero ella no comparecía, y entonces decidía insultarla, mirarla con rencor para ver si de esa manera se sentía por fin aludida, pero tampoco comparecía. Dialogué infatigablemente con su mutismo, le repetía cosas que alguna vez le había dicho y me repetía cosas que alguna vez me había dicho. Pero todo era inútil, estaba desaparecida y nada se sabía de ella ni de Sergio. Años después, cuando por fin salí, me dijeron que un cura argentino casi tropezó en el patio de cierta unidad militar con un cuerpo reventado y que de éste surgió una voz que era un hilo, padre, soy Sergio Morán, diga allá afuera que a ella la mataron, que a Ana la mataron, y que a mí, ya lo ve, también. O sea que acabaron con Ana y sin embargo nunca hablo de ella. Nunca. Con nadie. Ni siquiera con Lucía, que sólo sabe que estuve casado y me separé. No la menciono ni en las descargas con Joaco o Felipe. ¿Por qué? ¿No puedo añorarla porque se fue con otro? ¿No puedo admitir mi duelo porque no supe o no pude retenerla, porque no estuve junto a ella cuando la destruyeron? En estos años, uno se vuelve un especialista en fabricarse culpas y después es difícil separar las falsas de las reales. No puedo borrar de mi vida mis cinco años con Ana y mucho menos puedo recuperarla. Sé y me lo repito que cuando se fue ya no nos queríamos ni nos necesitábamos. Pero eso no alcanza para imaginarla destruida. Y además, ¿sería cierto que no nos queríamos ni nos necesitábamos? ¿O nos habremos portado como dos tontos inexpertos, rencorosos, indignos, como dos pésimos humanos? ¿O me habré portado yo, sólo yo, como un tonto inexperto, rencoroso, indigno, como un pésimo humano? Lo cierto es que no me siento capaz de hablar de Ana. Sólo hablo de ella conmigo mismo. Y Ana, por su parte, quizá en uno de sus crónicos berrinches, se ha sumido en un ominoso silencio del que nunca nadie habrá de rescatarla. Mi escollo tal vez consista en que todavía no sé si la quise o no, si la quiero o no.

10

      Fernando y Lucía vivían sus nuevos tiempos. Separados o juntos. Cada uno en su recinto, con sus paredes, con su trabajo, con su necesidad del otro. Y cada dos, tres días, juntándose, siempre en el quinto cielo de Fernando, como cábala porque allí se buscaron, se encontraron, allí cayeron por fin las vallas y el amor renovó, rehizo, remodeló sus cuerpos, les quitó herrumbre y tufo a soledad, los hizo deseables y visibles, les mezcló las congojas y los disfrutes, les reveló semejanzas y desemejanzas, identidad de sí mismos y del contiguo. Separados o juntos. Pero la separación ya no fabricaba como antes sus excusas de lucidez y molicie a fin de persuadir de su sentido a cada respectivo solitario, sino que también dirigía sus antenas al (o a la) que estaba allá, en el otro extremo del tenso bramante. Hubo una fase del amor lacrado, de sueños al abrigo, de negarse a someterlo al viento helado del febrero madrileño, tiempo de no mostrarse a otros, de salvaguardar la intimidad y cultivarla, de ponerse al día y sobre todo de ponerse a la noche, de mirarse juntos para luego recordarse separados, de dialogar interminablemente para irse familiarizando con cada recodo, con cada misteriosa guarida del otro. El pasado llegaba en ondas discontinuas, con imágenes, palabras, sensaciones y les hacía pagar un dividendo de angustia, pero ellos no le hurtaban el bulto, lo asumían con serenidad, conscientes del lugar que esos trances ocupaban en sus vidas, pero también cuidando de no detenerse morosamente en el detalle, en la reseña de la mortificación o de la ansiedad y menos aún del infierno corporal. En una ocasión, Fernando sintetizó en un breve testimonio su relación con Ana, claro que sin nombrarla, y si bien Lucía no preguntó nada porque cualquier pregunta incorporaba un riesgo, absorbió el dato sin premeditación pero con toda su memoria disponible. Ella, por su parte, habló de Eduardo con naturalidad y sin entrar en pormenores. En rigor, se trataba de vínculos y experiencias distintas, pero en alguna medida la muerte ominosa los nivelaba, los devolvía a la niebla de su injusta expiación. Y llegó el día en que el enclaustramiento terminó y Fernando y Lucía, sin resolverlo expresamente, salieron a la calle con su amor a punto, lo sometieron a la prueba y el contacto de la primavera, y al llenar los pulmones y colmar las miradas con esa cíclica y siempre inaugural resurrección de la naturaleza, fantasearon que ésta les daba su visto bueno, que el cabeceo afirmativo de los árboles era la anuencia que les faltaba para sentirse bien, cada uno individualmente y también entre sí, y que el trino colectivo y ensordecedor de los pájaros retornantes era sencillamente una celebración a ellos destinada. Es claro que todo esto lo pensaban pero no siempre lo decían, porque cada uno se azoraba de la vecindad con lo cursi, sin recordar que el amor siempre hace equilibrio sobre esa cuerda floja, pero es difícil que se derrumbe (qué ridículo puede ser un beso visto desde fuera y sin embargo qué sabroso suele ser desde dentro). El buen tiempo fue permitiendo que los abrigos, las bufandas y las medias de lana se fueran soltando como escamas, y que otras escamas, pero del ánimo (los prejuicios, las inhibiciones, los remilgos) también se fueran desprendiendo y quedaran inmóviles y nimias en la zona común de la falsa vergüenza y el invierno. Y la noche en que aparecieron juntos en lo de Joaco y Teresa, no fue preciso hacer ningún anuncio, ya que a esa altura nadie podía dudar de que eran (separados o juntos) una pareja.

11

      ¿Entonces no sabes por qué no regresas? Sí, creo que lo sé, pero Lucía, se trata de una sensación, y nunca he sido muy ducho en eso de convertir una sensación en palabras, ya sean pocas o muchas. Lo cierto es que no quiero volver. Algo se rompió en mí, y no he podido recomponerlo, no he podido soldar esos pedazos. Lo malo es que tampoco soy de aquí. Tengo amigos, gente a la que quiero. Pero estoy afuera. Fíjate que te digo esto y simultáneamente me lo estoy diciendo a mí mismo. Soy más inseguro de lo que aparento. Simulo que soy y estoy seguro, sólo para que no me avasallen. Pero Fernando, ¿quién quiere avasallarte? Que yo sepa, nadie, pero por las dudas, ¿no? Lucía ríe con ganas. Te causa gracia, ¿eh? pero vos, ¿volverías? Mira, Fernando, lo veo como una posibilidad tan lejana que no quiero empezar a planteármelo desde ya. La situación en Chile no es la de Uruguay o Argentina, pero cuando el regreso sea posible para todos los chilenos, entonces sí creo que volvería. Fernando gruñe un poco pero no dice nada. ¿Qué pasa? ¿Piensas en nosotros? Fernando gruñe otra vez, pero esta vez agrega, cómo podría no pensar. Lucía sonríe, y es una sonrisa triste y tierna. ¿Para qué vamos a amargarnos desde ahora? Todo es transitorio, Fernando, todo es provisional. Estamos con un pie aquí y otro en la frontera. Es tu caso y es el mío. ¿Qué proyectos podemos hacer? Ahora conquistamos un trocito de bienestar y agradezcámoslo a Dios, al azar o a quien sea, y si la palabra bienestar te parece muy pomposa, digamos un pedacito de cariño, y qué bien que nos vino, ¿o no? Disfrutémoslo, pué. Y no te me pongas hipocondríaco. ¿Pido permiso para abrazarte? ¿Me lo concede el oriental? Sí, el oriental se lo concede, y en pleno abrazo, con el beso de Lucía entibiando su mejilla, ve que su propio rostro lo contempla desde el reflejo de la ventana y le sorprende un poco que aquellos labios finos, suspicaces, perplejos, se muevan en silencio para decir Ana.

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