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¿Prólogo? Sí. Prólogo...
 
Pero nada grave, porque estas primeras páginas deben ser frescas y
verdes, como ramas jóvenes.
 
Realmente, yo soy partidario de colocar los prólogos al final, como si fueran
epílogos. Y en todo caso, dejar los epílogos para los libros que no tengan
prólogo.
 
Por otra parte, un prólogo ajeno tiene cierta intención provisional de cosa
prestada. Después de impreso el libro, el autor que le puso al comienzo unas
líneas del amigo debe vivir con el sobresalto de que éste se las pida:
 
—Dice Menéndez que cuando usted termine con el prólogo. se lo mande...
Y a lo mejor, es para emplearlo en otra obra. Para prestárselo a otro amigo.
Mi prólogo es mío.
 
Puedo decir, pues –aclarado lo anterior– que me decido a publicar una
colección de poemas en virtud de tenerlos ya escritos. En esto soy un poco
más honrado que ciertos autores cuando anuncian sus obras sin haber
redactado una sola línea de ellas. Casi siempre, dicho anuncio aparece en el
primer libro, con un título lleno de goma: «Obras en preparación». Y en
seguida, una lista que comprende varios tomos de poesía, crítica, teatro,
novela... Todo un mundo de aspiraciones, pero con muy cortas alas para el
vuelo.
 
No ignoro, desde luego, que estos versos les repugnan a muchas personas,
porque ellos tratan asuntos de los negros del pueblo. No me importa. O mejor
dicho: me alegra. Eso quiere decir que espíritus tan puntiagudos no están
incluidos en mi temario lírico. Son gentes buenas, además. Han arribado
penosamente a la aristocracia desde la cocina, y tiemblan en cuanto ven un
caldero.
 
Diré finalmente que estos son unos versos mulatos. Participan acaso de los
mismos elementos que entran en la composición étnica de Cuba, donde todos
somos un poco níspero. ¿Duele? No lo creo. En todo caso, precisa decirlo
antes de que lo vayamos a olvidar. La inyección africana en esta tierra es tan
profunda, y se cruzan y entrecruzan en nuestra bien regada hidrografía social
tantas corrientes capilares, que sería trabajo de miniaturista desenredar el
jeroglífico.
 
Opino por tanto que una poesía criolla entre nosotros no lo será de un modo
cabal con olvido del negro. El negro –a mi juicio– aporta esencias muy firmes a
nuestro coctel. Y las dos razas que en la Isla salen a flor de agua, distantes en
lo que se ve, se tienden un garfio submarino, como esos puentes hondos que
unen en secreto dos continentes. Por lo pronto, el espíritu de Cuba es mestizo.
Y del espíritu hacia la piel nos vendrá el color definitivo. Algún día se dirá:
«color cubano».
 
Estos poemas quieren adelantar ese día.
 
N. G.
 
La Habana, 1931.
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