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Mi hija mayor va a Buenos Aires

A Silvia Werthein y Juan Carlos Volnovich, príncipes.
Y a Teresa.

Mi hija mayor va a Buenos Aires
Casi con la misma edad que yo tenía
Cuando en 1961 estuve por primera vez allí,
Y en el vestíbulo del hotel, recién llegado ya sus ojos muy joven,
Fryda Schultz tan fina, tan dibujada,
Me dijo que mantenía correspondencia con mi padre,
De quien había recibido un libro de poemas,
Y me vi obligado a responderle que cuando yo era niño
Mi padre había publicado un libro, pero a pesar de su
bella dedicatoria
A Obdulia, mi madre, que con tanta abnegación lo ayudaba
a sostener el peñón de Sísifo
(¿Tendré que añadir que entonces Albert Camus era casi un adolescente?),
Y a sus hijos, es decir a nosotros, que con el tiempo
íbamos a considerarnos los Karamazov,
A pesar, digo, de esa dedicatoria, era un libro de contabilidad,
Y también a pesar de que él era más digno de mantener
relaciones con ella que yo,
Era conmigo que ella se carteaba,
Y era mío el libro que ella había recibido.
 
Poco después conocí a mis hermanos destinados,
Como Juancito Gelman, que me regaló sus breves y ya
estremecedores libros primeros,
Y en El juego en que andamos me puso esta dedicatoria:
A Roberto/revolución de por medio/ tu hermanisimo/ Juan /Baires, diciembre 61,
Y empezamos a intercambiarnos poemas/ cartas del uno para el otro,
Y su poesía/su dolor/sus preguntas crecieron tanto que su luz/su sombra se extienden sobre todo el Continente;
Como Paquito Urondo, que al igual que Juancito y tantos otros poetas entrañables
Había nacido en 1930, el mismo año que yo,
Y ya había publicado un libro con el título de otro que yo iba a publicar,
Aunque el suyo, por supuesto, me gusta más,
Y un día, quizá en su último poema,
Conversó conmigo por aquellos versos sobre los hombres de transición,
Seguramente sin saber que tales versos a su vez
Eran resultado y parte de una conversación inconclusa que tuve con el Che,
Y otro día iba a morir combatiendo
Y yo le escribiría un llanto que quise terminar con esperanza,
Pero sé, porque él me lo escribió desde Caracas,
Que entristeció al sempiterno joven León Rozichtner;
A Rodolfo Walsh ya lo había conocido en La Habana,
cuando con Masetti, Gabo y otros tercos locos llevaban adelante Prensa Latina:
Rodolfo me presentó en la entrada de una pequeña librería habanera a Waldo Frank,
Cuyo amoroso libro sobre Cuba iba a contribuir tanto a alterar el destino de mi Julio Cortázar,
Que en los últimos veinte años de su vida formó parte completamente de la nuestra
En las alegrías y en los dolores, en los aciertos y en los desaciertos, en lo que aprendíamos y en lo que desaprendíamos.
A César Fernández Moreno, a Haroldo Conti, a Mimi Langer,
Para sólo nombrar aquí a algunos hermanos idos,
Los iba a conocer en Cuba, y volví a verlos en Francia, en México, en muchas partes:
César murió, como de un rayo, del corazón, que debe ser
la muerte de los elegidos de los dioses;
Julio y Mimi fueron carcomidos por atroces y minuciosas enfermedades
De las que me escribían con sereno valor, como si
estuvieran hablándome de cosas impersonales;
A Rodolfo y a Haroldo me los desaparecieron, me los
asesinaron,
Y nadie sabe dónde quedaron sus huesecitos, su polvo.
 
5
Mi hija mayor va a Buenos Aires
Casi con la misma edad que yo tenía
Cuando Miguel Ángel Asturias, a quien yo había recibido
en el aeropuerto de La Habana una madrugada de 1959,
Me ofreció una cena en su apartamento bonaerense,
Una cena de la que recuerdo a muchas personas,
Y sobre todo a Estela Canto, quien se paró de cabeza para
hablarme
Y luego me dejó, con dedicatoria en que mencionó al sol
de Cuba, su novela  En la noche y el barro,
Y muchos años después me conmovería con su libro Borges
a contraluz, comentado por el joven Andrés Zavala.
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