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Seufzer

Una noche de ensueños, camino a donde me disponía a volar, fue cuando al girar en una pequeña callejuela húmeda y oscura,  de frente me encontré con la muerte, la noté melancólica, sentada sobre un charco, con la mirada perdida, ensimismada en su todo, en su funesta estancia. Me miró al yo dar un paso, me observaba mientras me acerqué, como quién contempla sus ilusiones pasar, plasmaba su dolor en mis posibilidades, pero a pesar de ello pude sentir su temor, su miedo profundo, sus más oscuros rechazos a ser vivida; me senté a su lado, el aire se volvía liviano, muy lejos a la presión letárgica de la rutinaria monotonía. Cerca de veinte minutos nos quedamos en silencio, un cómodo silencio, hasta que su mirada se posó en mi, llevó sus manos hasta mi rostro, dulcemente me acariciaba sin quitar su mirada oceánica de mi, la proximidad se volvió cómplice, me besó. Nos fundimos en un indómito beso, su melancolía se desvanecía junto con mis pies, nos besamos con más pasión, y luego con más pasión. La senté en mis piernas, y la muerte vivía, el aire cambió de pronto, pues la libertad podía ser respirada sin trampas, entró por cada poro de mi cuerpo, los suspiros no eran más que cadenas rotas, que ismos en llamas, cada segundo que avanzaba el reloj eran mundos abortados, sus besos se volvieron peñascos en escaleras infinitas, fue todo repudiablemente puro. Tomé a la muerte en mis brazos, la injurié, escupí odio y rabia sobre su tormentosa dictadura, es que acaso es tan cobarde para no alzarnos a todos. La muerte estaba sentada, temblaban sus piernas por haber sido conquistadas, su temor aparentaba desfallecer y ella aparentaba sentirse viva; de un movimiento me puse de pies y me alejo pasivamente de ella, me pierdo por la tenue luz de las lamparas del éter, cuando la oigo caer, me necesita y yo a ella, detengo mi andar rutilante y de manera categórica le recuerdo que un muerto no puede ser vivido, marché.

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