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Samael 4

Samael me contó una historia que al son de hoy no sé lo que es, pero me mostró con ella que el lugar de mayor riesgo para la vida de un niño empieza en el vientre de su madre solo por el hecho de engendrarle. Ese lugar donde el niño o la niña son todo y a la vez nada, donde la fragilidad puede romper el hilo de la vida o prolongarlo, donde nada está definido y aún así se está agusto hasta el alumbramiento, pero siempre queda la duda de por qué después de ello no puede haber algo mejor que estar ahí envuelto entre membranas al calor de ese primer hogar.

—Entonces ¿qué puede ser más acogedor que estar a punto de o morirse? (mirándolo con horror)

—El seno materno, la segunda tumba más eficiente, un preparatorio para la muerte en el que no se es conciente del final de su existencia, en el que un niño se aferra a la vida sin saber de ella. Allí es el último lugar de contanto con la madre, de felicidad o tranquilidad, luego viene el abrazo, luego la ausencia de mamá en algunos casos y finalmente la conciencia de que él tarde o temprano se va a morir, sin poder volver a esa edad primigenia, a ese vientre, a ese no estar conciente.

El niño, mi niño, leía ese libro con la más intrigante historia ante un altar, entonaba voces terribles, alzaba las manos exaltando figuras y me miraba con sus ojos negros para hacerme ponerle atención, a través de ellos  un reflejo de Moloch bañado en oro veía yo que me besaba el vientre. Al finalizar la historia, el terror invadió mi cuerpo y no me atreví a cargarle en brazos, pues entendí que sería la tercer tumba y no estaba dispuesta a generarle ni la primer muerte, ni una cuarta, ni la última.

—Gracias –me dijo, cerró el libro. Cuando desperté ni un solo llanto estaba, pero qué frío hacía.

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