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Salmos de la voluptuosidad: En los jardines de Eros

I

 
Tus pupilas, semejaban esa tarde, dos
violetas que el crepúsculo hacía tristes ;...
 
un crepúsculo amoroso, que en tu almohada
deshojaba muchos besos, como
rosas en sus lentas agonías...
 
el azul de tus pupilas, que se ahogaba
en el crepúsculo, era obscuro como el ala
de un cisne negro, extendida sobre el lago,
en esa hora inexpresable, en que el Silen—*
ció duerme, en las corolas de los nínfeos
pálidos ; exhaustos corazones en destie—
rro...
 
la cólera y los celos, hacían torva tu mi—
rada ; una gran agua turbada por el vien—
to, parecía ;
 
desnuda, como el mármol de una Victo—
ria, de antigua memoria, a la cual el tiem—
po rompió las alas, que protegían la Ciu—
dad;
 
como una perla, que la tempestad arro—
jó sobre la arena ; llena de una belleza he—
lena, soñabas con tu rencor inicuo, bajo
el rayo del divino sol oblicuo ;
 
del edredón forrado en rojo, sobre el
blando plumaje, emergías como una Dia—
na, dormida sobre el follaje purpúreo de
una selva autumnal ;
 
había mucho de salvaje en tu actitud
altanera ; mitad diosa y mitad fiera ;
 
pero había más de pantera que de dio—
sa, en tu mirada de mujer celosa ;
 
no eras bella así ;
 
y, en cuanto a mí, te hallaba simple—
mente odiosa ;
 
al verte inerte, fui feliz, creyendo que
la Muerte te había herido en tu lecho de
Lujurias ;
 
tus hermanas las Furias, tardaban en
llevarte al Erebo:
 
estatua del Pecado, tendida en un se—
pulcro...
 
estatua del Deseo, sumida en la quie—
tud—
desnuda como un nardo, sobre el fondo
escarlata..., que no quiso servirte de
ataúd...
 
¡cómo la Muerte es esquiva!...
 
¿por qué es necesario que el Mal viva?
 
tus grandes ojos se entreabrieron...
 
los abismos del Mal se enternecieron...
 
se distendió la curva de tus labios ; can—
sados del Silencio, después de los agra—
vios...
 
con un ritmo de serpiente entre el bos—
caje, tu cuerpo se movió, en las penum—
bras del cortinaje ; con una gracia pere—
zosa, en un bello gesto lascivo, lleno de
encanto animal...
 
y, sonó tu risa de cristal ;
 
¿irónica?
 
¿cínica?
 
a mí, me pareció brutal...
 
¿por qué se animaron tus pupilas, que
semejaban aguas muertas?
 
¿por qué hablaste?
 
¿qué dijiste?
 
hecha divinamente triste...
 
y, otra vez fuiste bella...
 
y, en tus ojos de estrella, tu espíritu pro—
teo, prendió otra vez los fuegos del Deseo...
 
y, tus labios ambiguos, prometieron los
besos, esos besos antiguos, besos llenos de
perversidades y de refinamientos...
y, en el fondo turbado de tus pensa—
mientos, surgieron las escenas malsanas
de las viejas orgías...
 
y, tus manos vacías, se extendieron ha—
cia mí...
 
y, me atrajiste...
 
y, me besaste...
 
y, me venciste...
 
perdoné tus agravios ;
 
sobre tus labios,
 
sobre tu seno,
 
bebí el veneno
 
cálido y triste...
 
que tú me diste...
 
y, abyecto, y miserable y sin Honor ;
 
el Placer me venció, que no el Amor...
 
y, en los brazos mefíticos del Vicio, ce—
lebramos el nuevo Esponsalicio...
 

II

 
El crepúsculo amatista, como el alma de
un geranio, en el cielo se moría...
 
y, envolvía la Ciudad en el manto sinfonista
de su gran duelo calmado...
 
hora místicamente triste...
 
en esa iluminación de vieja acuarela,
apareciste...
 
con tus ojos de miosotis, tus cabellos de
oro viejo, y el reflejo espiritual de algo
muy noble, en el porte distinguido de tu
cuerpo, alto y erguido, principesco y, señorial.
 
llevabas tu cabeza como una hostia,
con el supremo orgullo de tu raza, una raza
de Honor...
 
tu silueta exquisita, semejaba un pisti—
lo de flor,
 
¿por qué adiviné en tus ojos, el resplan—
dor siniestro del adorable Amor?
 
¡del Amor Insondable!...
 
tenebroso, insaciable ;
 
esa serpiente alada, que vuela y, que se
arrastra...
 
que no se sacia nunca...
 
¡que no muere jamás!...
 
¿por qué, tu altivez, inmutable y, soña—
dora, se detuvo ante el viajero triste, que
tantos años separaban de tu radiosa ado—
lescencia, y, que miraba pasar tu Belleza,
como un buitre vencido mira en el fondo
de un lago, el resplandor de una estrella?
 
¡fué triste nuestro Idilio! ¡triste y bre—
ve!...
 
la copa de mis labios, bastante fué para
apagar tu sed...
 
pero, ¡ay! mi corazón amortajado, no
pudo vivir para el Amor, que no vino en—
tonces, que no ha venido nunca, que no
vendrá jamás...
 
y, fatigados de las fiebres encantadoras
que el Imposible aviva ;
ebrios del secreto doloroso de nuestro
Amor ;
 
torturados por el veneno mortal de
nuestros besos...
 
exhaustos del goce letal de las caricias...
 
la Piedad por nosotros mismos, nos ven—
ció...
 
y, nos separamos ;
 
un día, en una hora de obscuridad y, de
Dolor... nos dijimos: ¡Adiós!...
 
se fué tu juventud, en las tristezas de
su Inmutable Sueño...
 
((llevando mi imagen en el turbado es—
pejo de tus ojos» ;
 
y, «en el abismo del corazón sin cal—
ma» ;
 
así me lo dijiste ;
 
¡en tus ojos, donde se ahogó el último
reflejo de mis sueños!...
 
en tus ojos, que poco después, se habían
de cerrar para siempre, en las riberas de
un canal dormido, en la ciudad de los li—
rios lacustres, y los divinos sueños de cris—
tal...
 
avivada tu Voluptuosidad por los mira—
jes, (íe las obscuras aguas tornasoles...
 
pensando en los estremecimientos de la
fiebre, que hacía temblar nuestros abra—
zos...
 
en las voluptuosidades, tan divinamen—
te crueles, que hacían sangrar nuestros
labios...
 
y, triste, de la esquivez helada de este
mi corazón...
 
mundo sin Vida, donde el Amor, no ha
pasado nunca,... no pasará jamás...
 

III

 
Acaricia las melenas de este león viejo
y. vencido, que nadie ama...
 
acaricia sus melenas ;
 
y, el secreto de sus penas... no lo digas ;
no lo digas...
 
pon tus dos manos amigas, en la frente
del salvaje Solitario, que no tiene más co—
rona que el silencio de los montes ;
 
los siniestros horizontes del crepúsculo
incendiario que reflejan sus pupilas;
 
apágalo ;
 
inclinando sobre ellas, las tuyas tan
tranquilas ;
 
con la serena limpidez de un lago, coro—
nado de estrellas ;
 
el halago de tu voz, apague el estertor
de su rugido...
 
i pobre león vencido, que no tuvo otro
encanto, que la emoción suprema del com—
bate y el espejismo audaz de la Victoria!...
 
sobre su frente, triste en ese Poniente
de la Vida y de la Gloria, lleno aún del ru—
mor de los agravios... pon tus divinos la—
bios;
 
¡labios puros, como los albos nardos, y
los lirios!...
 
apaga los delirios del león en agonía,
poniendo la corona de rosas de tus besos,
llenos de tan ideal Melancolía, sobre aque—
lla cabeza, por tantas tempestades consa—
grada ;
 
adorna con las rosas de la terneza, la
melena hirsuta, encanecida...
 
y, que muera de rosas coronada, la pobre
fiera, que cayó vencida.
 

IV

 
El estanque...
 
¿lo recuerdas?
 
era obscuro y, enigmático ;
 
silencioso como un Símbolo ;
 
pesado de Misterio—
doliente y pálido moría el crepúsculo...
 
azules, lánguidas, las ondas se dirían
hechas de átomos de almas, ahogadas en
su seno ;
 
florecía la luna ;
 
iris candido en el azul lejano ;
 
el sueño del agua se hacía tétrico bajo
el reflejo de oro de los cañaverales, que se
inclinaban a su orilla, con una gracia de
adolescentes pensativos...
 
los lises acuáticos, se cerraban lenta—
 
mente, con una suave gracia de holo—
causto ;
 
bajo la sombra de los sauces melancóli—
cos, el reflejo inquietante de las aguas,
proyectaba ramajes angustiosos...
 
¿por qué absortos, a la orilla de ese la—
go, pensamos en la Muerte?
 
el silencio del agua parecía reproducir
el silencio de nuestros corazones, sacrifi—
cados por los voraces deseos ; la tristeza
de nuestros ojos, quemados por los áridos
llantos ; la amargura de nuestros labios,
fatigados por los ávidos besos...
 
y, nuestra sed de Olvido, inagotable...
 
fué, locos por esa sed, que nos dijimos:
 
—Seremos dos nenúfares del lago, aho—
gados en sus ondas critalinas...
 
y, desnudos como dos lises, nuestros
cuerpos se deslizaron bajo el azul oridra—
tado de las ondas...
 
hidratizada tu Belleza, eras como una
blondez más en el crepúsculo ;
 
la sombra adolescente de tu cuerpo, he—
cha de luz de luna parecía—
rosa de ámbares y, argentos líquidos...
 
bajo las olas...
 
entre mis brazos...
 
lentamente a los regazos de la Muerte
descendiendo...
 
¿por qué tembló tu juventud? ;
 
¿por qué en un ímpetu animal, te des—
prendiste de mi abrazo y ganaste la ri—
bera?...
 
era el amor de la Vida, el que guiaba tu
paso...
 
tu desnudez temblaba en el ocaso opa—
lescente...
 
gritaste, me llamaste, y tu voz estriden—
te, corrió gor la campiña muda ;
 
cuando otros vinieron en tu ayuda, yo
salí sonriente de las olas ; burlando tu te—
mor alucinado...
 
¡ah! i si te hubiese sido dado, medir el
Desprecio que entonces me inspiraste!...
 
desprecio que no ha muerto todavía...
 
¡ah! mi Amor, lo mató tu Cobardía...
 
mucho tiempo buscaste mis labios, sin
hallarlos ;
 
buscaste mis brazos, sin encontrarlos...
 
y, si alguna vez volví a abrazarte, fué
haciéndome el sueño vago, de gozarte en
el fondo de un lago...
 
y, violar tu cadáver, bello como un li—
rio de Lujuria, bajo las ondas de ese es—
tanque en furia.
 

V

 
Amo ver tu retrato, lleno de un tan lím—
pido sueño de Soberbia ;
 
¡fantasma de un momento, que embe—
lleció mi Vida!
 
¡fantasma turbador! ¡tan joven y, tan
triste!...
 
¡enigma de tus ojos, extraños, soñado—
res! ;
 
enigma de tu boca pálida y, claustral ;
 
el Silencio, te envolvía, como un perfu—
me acre ;
 
el Orgullo, un Orgullo divino, era tu
manto ;
 
fué ese Orgullo, lo que amé ;
 
vencer ese Orgullo, fué mi Gloria...
 
y, ésa mi culpa ;
 
no me perdonaste haber vencido...
 
no te perdonaste haber caído ;
 
y, no pudiendo huir de tu falta, huiste
de Mí...
 
como de un Remordimiento ;
 
y, es por esa esquivez, salvaje y, sober—
bia, que vive tu recuerdo en mi corazón,
donde tan pocas cosas viven...
 
y, deseo aún, tu palidez de estatua, tus
ojos enigmáticos, casi trágicos, la escasa
sonrisa de tu boca imperiosa, el encanto
real y esquivo de tus formas sin belleza,
en las cuales no parecía palpitar sino el
ritmo de tu Orgullo ;
 
un instante, no más, temblaste entre
mis brazos, en el vértigo de tu carne re—
belde ;
 
y, el Orgullo, de ese vencimiento de tu
Orgullo, vive en mí, con trepidaciones de
sueño heroico y, brutal...
 
un resplandor de Odio, atravesó por tus
pupilas vencidas...
 
y, hoy, acaricio más, la imagen de ese
Odio, que las de todos los amores, que lle—
naron después mi corazón...
 
y, el recuerdo de los fríos y escasos besos
de esa hora, atraviesa mi Vida, con el
encanto exasperado, que hubiera sentido
Nerón, si hubiese podido violar a su pan—
tera preferida, y la hubiese oído rugir, en
el momento de violarla.
 

VI

 
Cantaba el Golfo sonoro, lleno ele Me—
lancolía, una extraña Sinfonía, en Sí be—
mol ;
 
se moría un crepúsculo de oro ;
 
como un blondo Discóbolo, en la arena
caía el Sol ;
 
en calma olímpica ;
 
hierática, en el cielo solitario, como una
C mayúscula, en la página de un Antifo—
nario, aparecía la Luna ;
 
sobre la duna esplinética, que semejaba
el seno de una Mujer tísica, proyectaban
la sombra de sus alas, las aves acuáticas,
que en vuelo lento, ganaban el peñón cer—
cano ;
 
el lejano monte, que limitaba el hori—
zonte, parecía un fraile estrafalario, vol—
viendo, como hojas de un Breviario, las
visiones de aquel panorama ;
 
en la rama de un arbusto, cantaba un
ruiseñor ;
 
¿qué decía ese Tenor, adusto y salvaje?
 
sinfonizaba el alma del Paisaje...
 
dejaba caer sus notas de cristal, como
caen los pétalos de las rosas de un rosal •
 
desgranaba su rosario de arpegios, co—
mo florilegios, de cosas ideales...
 
¿silencios siderales!...
 
¿quién violó la pureza de ese paisaje?
 
¿y, la calma salvaje y, noble de aquella
soledad?...
 
Mis manos, en tus manos ;
mis ojos, en tus ojos ;
mis labios en tus labios ;
¡la azul Inmensidad!...
nuestro vértigo,
como un cántico,
turbó la Noche ;
 
en tus pupilas, había más sombras que
sobre el Mar...
 
 
 
Posüipo, se iluminaba, allá en la leja—
nía;
 
la playa era una cinta de cinematogra—
fía.
 
Partenope.
 
Chiaia.
 
Mergellina...
 
la colina donde duerme Virgilio ;
 
las islas de la Prisión, y del Exilio.
 
Nisida, muda.
 
Prócida, como una viuda desamparada
y sola.
 
Casamic cióla, mostrando el vientre
abierto de la tierra que devoró sus hijos ;
 
los prolijos torreones de Ischia;
 
en la calma marescente, Capri, como
una rosa azul, en el Poniente ;
 
tal era el panorama evanescente que
sirvió de testigo a nuestro Amor violento,
cuando ajé tu pureza, en la agreste belle—
za, de las divinas playas de Sorrento...
 
 
Y, cuando regresamos...
 
separados los dos ; después de habernos
dicho, i adiós! en un beso cruel ;
 
y, entramos al Hotel ;
 
y, tu padre te besó en la frente, acari—
ciando con un gesto inocente, tu talle que
yo acababa de ceñir ;
 
y, tu Madre, puso sus labios, en tus la—
bios, que en locos excesos, acababan de
sufrir los agravios de mis labios, y acari—
ció tus cabellos, tan bellos, después que
yo, había puesto tantos besos en ellos...
 
en aquel cuadro de Pureza, me pareció
aún más bella, tu Belleza ;
 
y, sentí, el satánico Orgullo, de haber
profanado el cuerpo tuyo...
 
 
 
Hoy, he vuelto, después de tu partida
a la playa querida ;
 
y, hallé el estuario, como un sudario de
arena ;
 
tan triste, tan solitario, que una gran
pena se levantaba de él...
 
una pena muy cruel...
 
la pena de la Ausencia...
 
y, sin embargo, parecías llenar el lugar
con tu presencia...
y, surgir del paisaje opalescente, la som—
bra de tu cuerpo adolescente...
 
de tu cuerpo desnudo, al cual mi cuer—
po, le sirvió de escudo...
 
y, el vértigo ;
 
del Pasado...
 
tan amado...
 
me invadió...
 

VII

 
¿Y, ese lis que alza en la sombra su co—
rola perfumada?
 
en el pórtico de la tarde azul, anaranja—
da, como un vapor de lago...
 
tiembla en la sombra del miraje undí—
vago;
 
¿es un ciño?
 
¿es un lirio?
 
¿una estrella?
 
¿una flor?...
 
brilla en la calma maravillosamente be—
lla ; con un fulgor adorable ;
 
tiembla en el crepúsculo...
 
se abre como el divino broche, de un
narciso, suspendido en los labios de la
Noche...
 
rosa del Paraíso...
 
en el espejismo, del Abismo ¡¿qué es eso?...
 
el fantasma de un beso ;
 
del beso que me diste, aquella tarde tris—
te, a la orilla del Tíber, cuando ardía, con
una gran Melancolía, en su límite el Sol ;
 
y, bajo los cielos espléndidos del Lacio;
 
era la cúpula de la Basílica de San Pie—
tro, como la empuñadura de un cetro de
topacio, que saliera de la tierra hacia el
espacio, brotando de la tumba de un Rey,
hace mucho acostado entre los muertos ;
 
los divinos desiertos de los cielos, tan
altos, tan serenos, tan sonoros, magníficos
en ios oros en que los envolvía el reflejo
complejo del Sol, que se moría ;
 
nuestro amor adorable, era culpable ;
 
y, esa culpa, era su encanto...
 
nunca se goza tanto, como cuando es
sobre un lecho de violaciones, que pode—
mos saciar nuestras pasiones ;
 
violación de las leyes divinas ;
 
violación de las leyes humanas...
 
violación de las leyes arcanas que rigen
nuestra Vida...
 
la Naturaleza, no nos es verdaderamen—
te querida, sino cuando es violada, por
una pasión desenfrenada, y, palpita en
 
 
nuestros brazos, profanada por nuestros
abrazos, por los excesos criminales, de
nuestros besos irracionales, que rompen
la sabia armonía de su corazón, en mil pe—
dazos...
 
cuan bello era, el oro incandescente de
los astros, reflejado en tu cabellera mares—
cente, que aun llevaba los rastros de nues—
tro loco amar...
 
que temblaba brutal y violento, como
un mar...
 
en el Silencio crepuscular ; del momen—
to...
 
sobre los céspedes ;
 
bajo los árboles...
 
 
 
¡Cómo era bello el crepúsculo retratado
en tus ojos!...
 
como un corpúsculo moría en ellos el
día, con los despojos de todas las clarida—
des.—..
 
¡Oh! divina ebriedad de las ebrieda—
des!...
 
 
Sobre el Giannícolo, en su corcel bélico,
 
Garibaldi, era como un fantasma épico,
diluido en el purpúreo cielo, proyectando
su sombra sobre dos mundos...
 
cantaba el Silencio sus himnos profun—
dos...
 
perfumes de rosas bajaban del Pincio;
 
las olas del Tíber corrían en la alfóm—
bra—
la gran avenida nos daba su sombra...
 
el Víale del Parioli, nos daba su abrigo...
 
blanduras de lecho el follaje amigo...
 
¡oh recuerdo suave, de aquella hora
grave, en que ebrios de Amores, quisimos
morir!...
 
En este instante...
 
de amargura,
 
ya tan lejos de esa Ventura...
 
dame los reflejos de tu locura...
 
¡para poder vivir!...
 

VIII

 
Silenciosas horas lentas...
 
una gran Melancolía, en los cielos y en
los aires y en la playa, difundía su avidez
crepuscular...
 
por el gran balcón abierto, con los rui—
dos del concierto de la Mar, llena de voces
afines, penetraba aéreo y alado, el céfiro
perfumado de jazmines...
 
se respiraba el aliento salobre de las on—
das;
 
fingía rondas en la alfombra, la sombra
del ramaje, que se movía afuera ;
 
el cortinaje era, como una penumbra le—
ve en la cual jugaba, un rayo de luna,
blanco como la nieve ;
 
tu cuerpo, reclinado a lo largo, en una
otomana, parecía el de la Venus de Cano—
va, para el cual, la hermana del César,
sirvió de modelo ; Paulina Bonaparte ;
 
todo el Arte, y todo el Ritmo de la Esta—
tuaria, estaba en la Escultura suntuaria,
de tus modelaciones ;
 
en la actitud grave, y la euritmia divi—
na de tu belleza suave...
 
suave, como esa hora vespertina, eva—
nescente en el seno del Misterio...
 
llena de la mística armonía de un Sal—
terio...
 
nuestras almas, a solas, escuchaban el
vago canto del deseo y de las olas ;
 
y, sentían el estremecimiento furtivo,
que venía del cielo pensativo, del aire vi—
vo, del mar lascivo... como un contagio...
 
porque las nubes, las brisas, y las olas,
cantaban el adagio obsesionante de la Vo—
luptuosidad ;
 
de cuyo aliento estaba llena la Inmensi—
dad;
 
y, la Noche de Primavera, que cantaba
en la ribera, dulcemente, dulcemente, co—
mo un ruiseñor ardiente ;
 
y, entraba en nuestras almas, sacudien—
do las calmas de nuestros pensamientos,
 
con voces, que más que cánticos, parecían
lamentos...
 
lamentos, arrancados a leones acosa—
dos;
 
arrancados, a las malas pasiones de to—
dos los corazones ;
 
arrancados, a los peores instintos, exas—
perados ;
 
arrancados, a los deseos, palpitantes
como trofeos ;
 
arrancados, a los ímpetus de nuestra
Lujuria, que aullaban con furia, como le—
breles atrahillados ;
 
en nuestras miradas ;
 
en nuestras palabras entrecortadas ;
 
en la inquietud impudorosa de nuestras
manos ;
 
en nuestros alientos malsanos, y, bruta—
les, llenos de las más bajas pasiones ani—
males...
 
 
 
De rodillas, al pie de la otomana, yo aca—
riciaba tu Belleza Soberana ;
 
tu Belleza Esplendente, que se dejaba
amar férvidamente ;
 
y, te decía:
 
—He aquí la Noche, Amada Mía, la No—
che que abre su broche, y, se entrega al
Espacio que la viola ;
 
l no estás contenta de estar sola, sola en
mis brazos?
 
ceñí con mis abrazos, tu cuello ;
 
besé tu rostro bello ; lleno de un éxta—
sis fatal ;
 
desanudé tu cabellera fluvial, que pa—
recía la crinera de una joven leona ;
 
y, cuando desnudé tus senos de Pomo—
na Virgen, mil vidas vivieron en tus ojos
entrecerrados...
 
besé tus párpados, semientornados...
 
y, mis labios avezados, comenzaron la
gama de las caricias, que iban subiendo
y, subiendo, en crescendo, en crescendo,
en el diapasón de los goces refinados, in—
finitos...
 
lanzabas débiles gritos ;
 
temblabas, como una corza herida, en el
anhelo y, en el presentimiento de esa hora
desconocida, que llegaba, e iba por siem—
pre a lacerar tu Vida...
 
tenías un gesto de oblación, en esa ar—
diente mansedumbre de paloma, que pa—
recía decirme:
 
—Toma... mi Belleza ; desgarra mi Pu—
reza ; enséñame eso que se llama el beso ;
 
 
no el beso pasajero, que se posa en los la—
bios, como un pájaro en un alero, sin im—
poner agravios ; quiero el beso profundo ;
aquel que hace perpetuar el Mundo...
 
 
 
Besó tus ojos;
 
besé tus labios ;
 
besé tus pechos... hechos perfectos al
hacerse erectos, en una plenitud descono—
cida, llena de los temblores de la Vida ;
 
recorrí el ardor de mi beso profanador
por todos los senderos de tij, cuerpo de
flor...
 
te viste desnuda, como la Noche muda,
que nos miraba ;
 
tal vez, amaste tu desnudez...
 
aun era casta, como la vasta irradia—
ción lunar, que nos venía a alumbrar ;
 
me acerqué más a ti ;
 
mordí tu boca, en el Supremo anhelo...
 
desmayó tu mirada enamorada...
 
y, abriste tus ojos como un cielo...
 
 
 
Y, yo...
 
temblé asustado, entre tus brazos ;
 
me separé de tus abrazos, espantado,
desarmado, vencido—
hecho casto, como un Cristo...
 
¿qué había sido?
 
que al inclinarme sobre tus ojos, había
visto en ellos, retratada otra imagen ado—
rada... que mucho se te parecía...
 
la imagen de tu madre muerta...
 
que había sido mía...
 
que yo había amado ; que se me había
entregado en ese mismo sofá donde yacía
tu belleza...
 
en esa misma hora, encantadora, llena
de melancólica Tristeza...
 
en el Estío pasado ;
 
en ese mismo Hotel ;
 
ante ese mismo Mar, ahora calmado...
 
 
 
El recuerdo cruel, de la noche que la
habíamos velado en ese mismo aposento,
surgió en mi pensamiento, extinguiendo
en mí, todo Deseo...
 
 
 
Aun te veo puesta en pie, cubrir tu des—
nudez, con un gesto lleno de altivez...
 
arreglar tu cabellera, como si fuera la
cimera de una diosa ;
 
y, pálida, orgullosa, no queriendo llo—
rar, abrir la ventana, y acodarte en ella,
ante la Noche soberanamente bella, que
continuaba en cantar...
 
la Noche, ignota...
 
la Noche, incierta ;
 
que alumbraba mi derrota...
 
¡la Victoria de una Muerta!...
 

IX

 
Un gran cisne, cisne negro, silencioso,
prisionero, en la nieve inmaculada de al—
gún lago limpio y terso, semejaba en la
almohada, tu cabeza escultural, toda ocul—
ta en la opulenta cabellera destrenzada,
que en mil ondas tumultuosas y, sober—
bias, ondulaba cual las aguas de un to—
rrente, tras un recio vendaval ;
 
un gran lirio, lirio abierto en la fronda
lujuriante de un remoto país de Ensueño,
bajo un cielo en nubes pálidas, de un co—
lor límpido azul, tu albo cuerpo semeja—
ba, en los nítidos encajes, y, los amplios
cobertores y, los tenues cortinajes, que
ligeros y ondulantes, te envolvían en una
nube, de opalino, índigo tul ;
 
un pichón de garza blanco, con el pico
rojo y suave, como el pecho de alguna ave,
de esas aves que semejan bellas flores de
la escarcha, de esas aves de la Idalia, que
acompañan en su marcha triunfadora, a
la Diosa del Amor, asomaba un solo pe—
cho, de las gasas escapado, de las gasas
del tocado, del tocado, que deshecho, per—
mitía que así brotara, esa flor divina y ra—
ra, semejando entre las blondas, un ne—
núfar en las ondas, o algún niveo azahar
en flor ;
 
una mano de alabastro, blanca y tersa,
cual si un astro, con luz tenue coloreara
ese cutis de marfil, en los rojos coberto—
res, que ocultaba tus primores, me indica—
ba, j oh! mano blanca, por qué Venus, la
de Milo está trunca y está manca, pues
sus brazos y sus manos, en belleza sobe—
ranos, tú los tienes, y el Destino, los había
hecho para ti ;
 
un silencio rumoroso, idólatra, religio—
so, un silencio de Santuario, había en tor—
no a ese Sagrario, donde inerte y, descui—
dada, ¡oh! mi Diosa ; j oh! mi Adorada,
indolente, dormías tú ;
y, en la atmósfera, vagaban mil perfu—
mes que embriagaban ;
 
y, en los ruidos vagarosos, había besos
amorosos, que vibraban y, cantaban en el
rayo de la luz ;
 
de rodillas ante el lecho, con las manos
en el pecho, conteniendo los latidos de mi
pobre corazón, yo en silencio te adoraba,
y en silencio recordaba, que esa noche ya
pasada, ¡oh mi blanca desposada! te dor—
miste entre mis brazos, y al reclamo de
mis besos, y al calor de mis abrazos, se
abrió tu alma a mis caricias, de tu amor
con las primicias, como al rayo del Sol fúl—
gido, la rosa abre su botón ;
 
y, al mirarte así rendida, recordándote
vencida, busqué un sitio, y a tu lado, yo,
el león domesticado, la cabeza recliné...
 
y, pensando en el Hastío, y el Olvido,
hosco y sombrío ; y, pensando en que pu—
dieras olvidarme, o yo perderte, tuve mie—
do de la Vida, sentí anhelos de la Muer—
te... ;
 
lloró mucho ; y, en Silencio, en Silencio
la imploré.
 

X

 
En el Mar de lo Infinito, boga y llega el
Mensajero ; el bajel que trae la Noche ;
 
tenebroso como un muerto, lentamente
va avanzando, con sus velas de Misterio...
 
¡el bajel que trae la Noche!...
 
¡tenebroso como un muerto!
 
¡oh, las tardes del Otoño, precursoras
del Invierno! . . . ; ¡cómo cantan con sus
ritmos de colores, en los mares y, en los
cielos!
 
¡oh, las tardes del Otoño, las auroras
del Invierno!
 
¡ya el Crepúsculo se muere en la som—
bra y, el Silencio!...
 
 
¡oh, la muerte del Crepúsculo, el Poeta
del Ensueño!...
 
ya se besan en la sombra, en divino Epi—
talamio, las estrellas soñadoras y, los pá—
lidos geranios, cuyos pétalos, muy tristes,
van cayendo lentamente, como sueños que
se mueren en su nítida blancura ;
 
¡oh, los sueños de las flores!
 
¡oh, la muerte de los sueños!
 
a la luz del Plenilunio, albas rosas de
la Tarde, van abriéndose, como almas,
que escucharan en su angustia, el colo—
quio formidable de la Sombra, y el Mis—
terio...
 
¡oh, las rosas de la Tarde!
 
¡oh, las rosas del Silencio!
 
¡oh, la Amada, de mi Vida! ¡oh, la
Amada de mis Sueños!... ¡ilumina este
crepúsculo, con la lumbre de tus besos!...
de tus besos, que son astros...
 
y, el perfume de tus labios, caiga en mi
alma, como un bálsamo de Ventura y de
Sosiego...
 
¡oh, los rojos tulipanes de las frondas
de tus besos!...
 
¡oh, la Amada!
 
¡oh, Bien Amada!...
 
ven, reclina tu cabeza, tu cabeza triste
y, blonda como el halo de una estrella;
ven, reclínala en mi pecho ;
 
¡tu cabeza perfumada por los místicos
Ensueños!
 
¡oh, tu pálida cabeza!...
 
¡oh, mi Reina, coronada con las rosas
entreabiertas en praderas ignoradas y, el
silencio de las selvas ;
 
de las selvas, que te guardan su perpe—
tua primavera ;
 
de las selvas, donde viven mis Ensue—
ños de Poeta!...
 
tu cabeza, con un nimbo de jazmines y
violetas ;
 
que me toque la caricia de tus grandes
ojos tiernos ; algas verdes que se mecen
en los mares muy remotos, de la Gloria y
del Ensueño ;
 
que me toquen con sus alas, tus libélu—
las de fuego ;
 
¡oh, los ojos de la Amada, misteriosos y
serenos!
 
playas tristes, donde mueren las olea—
das del Deseo...
 
que los lirios de tus manos, cual capu—
llos entreabiertos, como brisas perfuma—
das, como rayos de un lucero, se deslicen
en la selva autumnal de mis cabellos, y
serenen mis pasiones tempestuosas y, soberbias,
y dominen la Implacable Rebel—
día de mi cerebro ;
 
mi cerebro, que es tu Arca ;
 
mi cerebro, que es tu Templo ;
 
mi cerebro, donde imperas, tú mi Dio—
sa, entre la mirra que te queman mis pa—
siones, y, los cirios del Deseo, y, mis him—
nos amorosos, y, el perfume que te brin—
dan las corolas de mis versos...
 
y, una flor que se abre augusta, con sus
pétalos soberbios ; una flor, en holocausto
ante Ti: mi Pensamiento ;
 
¡oh, los lirios de tus manos, domadoras
del Deseo!...
 
¡oh, los cirios de mi Templo ; y, las ro—
sas de mis Versos!...
 
por las flores del Crepúsculo ;
 
por las rosas del Silencio ;
 
por las algas de tus ojos ;
 
por las frondas de tus besos ;
 
ven, reclina tu cabeza, en la sombra de
mi pecho...
 
¡Bien Amada! ¡Bien Amada!... ven, te
esperan ya mis besos, que murmuran co—
mo olas en las playas del Silencio...
 
¡Bien Amada! ¡Bien Amada! ven, res—
ponde a mi Deseo... ;
 
ven, unamos nuestros labios, en un beso
que sea eterno...
ven, y unamos nuestros cuerpos, cual
dos llamas de un incendio...
 
 
 
Ven, mi Amada, que es la hora ;
 
ven, mi Amada, que aun es tiempo ;
 
i tú no sientes cómo pasa la caricia del
momento?...
 
ven, y amémonos ;
 
aun es hora...
 
ven, y amémonos, que aun es tiempo...
 
aun hay flores en el bosque ;
 
aun hay luces en el cielo ;
 
aun hay sangre en nuestras venas y,
palpitan nuestros besos...
 
son las tardes del Otoño, precursoras
del Invierno ;
 
ven, tus ojos agonizan en las ansias del
Deseo...
 
aprisione yo tus manos, y tus labios y,
tus senos ;
 
y, te brinden sus perfumes, las corolas
de mis besos ;
 
es la hora del Crepúsculo...
 
todo se hunde en el Silencio... ;
 
es la tarde en nuestras almas... y la Noche
avanza presto...
nuestras vidas, ya se pierden en los va—
lles del Misterio ;
 
aun dibuja la ventura, un miraje en
nuestro cielo ;
 
es la hora de las almas...
 
es, la hora de los besos...
 
ven, y reposa tu cabeza blonda, sobre
mi ardiente pecho de Poeta ;
 
ven, y reposa tu cabeza blonda, como
una mariposa en una flor ;
 
y, que me bese de tus ojos verdes, la ca—
ricia profunda y, tentadora...
 
¡oh! ¡la caricia de tus ojos verdes! ¡la
caricia furtiva de la ola!...
 
deja que estreche los capullos blancos,
de tus pálidas manos de azahar...
 
y, deja que en el lirio de tu rostro, la
sombra de mi rostro se proyecte ;
 
y, que caiga mi beso entre tus labios,
como el nido de un pájaro en el mar ;
 
que me bañe la Gloria del Crepúsculo,
que irradia tu opulenta cabellera...
 
que te cubra con mis labios, con mis
brazos, con mi cuerpo...
 
ven, y unamos nuestras bocas, en un
beso que sea eterno...
 
ven, y unamos nuestros cuerpos, cual
dos llamas de un incendio.
 

XI

 
La Tarde violescente, reflejaba triste—
zas mudas de mujer violada, y una ternu—
ra equívoca y, cansada ; la ternura asesi—
na de una vieja concubina, que teme ser
abandonada ;
 
era atractiva y, hostil ; bella y, odiosa ;
 
por sus celajes de oro, por el tesoro de
sus azules calmas, se diría llamada a con—
solar las almas ;
 
por sus frías languideces, llenas de un
hálito otoñal, cuasi de Invierno, cambia—
ba su aire tierno en una hostilidad fría,
de Sudario ;
 
¿por qué era necesario, que vinieras a
esa hora desolada y traidora, a perturbar
el Silencio que me envolvía como un cla—
ror de luna?
 
apareciste, como una visión Simbóli—
ca ; tan triste, tan enigmática...
 
te insinuaste como una armónica onda,
a través de la fronda, musical, en el reco—
gimiento sonoro, que palpitaba como una
ala sobre el paisaje de oro...
 
emergió tu silueta en el fondo violeta
de la decoración, como el perfil vago de
un cisne, sobre un lago en desolación ;
 
hablamos...
¿qué me dijiste?
 
la escala de todo lo triste, la gama de
todas las modulaciones angustiosas, vi—
bró en tu acento...
 
el milagro violento de tus veinte años
profanados por los sueños extraños y do—
lorosos, de aquellos corazones desgracia—
dos, que aman el solo Amor, que mata sin
morir, brillaba en el misterio cambiante
de tus ojos obscuros, entristecidos de no
ser ya puros, en el rojo pálido de tus la—
bios, que a esa tan tierna edad, eran ya
sabios en los besos de fuego sin pureza,
que manchan la belleza de la boca, sin ha—
cerla gozar ; en el halo lunar de tus ca—
bellos, que fingían un ritmo lento y suave,
de fulgores de Sol, al inclinarte en tu tristeza
grave, sobre el espejo de la fuente,
que era como el reflejo evanescente de un
crepúsculo ajado, en el cual como en un
sueño de cristal, se veían las tenaces obse—
siones de todas las desolaciones de tu
Vida...
 
me mostraste tu herida incurable y
sombría...
 
había, no sé qué vago encanto, en ese
jardín de llanto, que era como una gran
avenida de Melancolía...
 
yo, la hallé bella, bella para mis ojos so—
litarios, que tienen la voluptuosidad divi—
na de las lágrimas, de los dolores y, de los
sudarios... y, gustan de inclinarse sobre
los corazones y sobre los osarios, porque
tienen el culto ávido y fuerte, del Dolor y
de la Muerte...
 
venías desde muy lejos, a pedirme con—
suelo ; a pedirme consejos...
 
j a mí, el Solitario de la Tiniebla, que
hace ya tanto tiempo, puebla su Soledad
con el Olvido, después de haber consumi—
do en el Huerto de su propio corazón, el
pozo amargo de la Desolación!
 
aquel, que después de haber agotado el
llanto, hizo de su Soberbia un manto, y
se envolvió en él, como en un sudario...
 
y, conoció el Orgullo Santo, de ser un
Solitario...
 
¡la Voluptuosidad divina de ser Solo ;
consigo mismo, bajo un cielo sin Dios, in—
clinado a la orilla de un Abismo!...
 
sin oír otra voz que los gritos de los es—
pacios infinitos, llenando su Soledad...
 
voz, inferior a la de la tempestad, que
lo había arrojado sobre ese peñón, después
del naufragio definitivo de su corazón...
 
¿qué podía darte este Solitario, envuel—
to en su Sudario?
 
ese extraordinario San Antonio, supe—
rior al Demonio y a la Tentación, que es—
taban habituados a ser estrangulados y
violados por él...
 
¿qué podía darte aquel Amo cruel de
todas las tempestades?
 
la ciencia de sus voluptuosidades ;
 
y, te la dio...
 
y, te embriagaste de esa ciencia, apu—
rando los opimos racimos de las vides de
la Concupiscencia...
 
lánguidamente, navegamos por el río
ardiente de todas las tentaciones ;
 
hacia el Poniente de nuestras emocio—
nes...
 
tú, hacías oblaciones de tus brazos, de
tus labios, de tus risas ;
 
yo, hacía un paseo triunfal de mis ce—
nizas... las cenizas de mi corazón, que pasaba
bajo el arco votivo de tu pasión, co—
mo el cadáver de un César, muerto en
campos marciales, pasa bajo los arcos
triunfales, que le alza la Adoración ;
 
¿cuál tu desventura fué?
 
empeñarte en hacer de una pasión car—
nal, una pasión sentimental...
 
querer hacer florecer con los excesos de
tus besos un desierto ;
 
querer dar nueva Vida, con la lumbre
de tus ojos, a esos despojos ;
 
y, con el encanto de tus sonrisas, que—
rer animar esas cenizas...
 
buscar un corazón, bajo el Sudario de
aquel Solitario...
 
desesperarte, entristecerte, de no hallar
nada en aquel Sagrario de la Muerte...
 
rebelarte contra aquel cadáver abnega—
do, que marchaba a tu lado, por las pers—
pectivas desiertas de aquella Gran Ave—
nida de hojas muertas...
 
y, que por consolarte, hacía el gesto de
abrazarte y de besarte...
 
cerca al río ensangrentado, donde había
naufragado su corazón...
 
Te rebelaste.
 
me culpaste,
 
partiste...
 
¿a dónde fuiste, así tan triste?...
 
a sucumbir...
 
a morir...
 
sobre una playa de zafir...
 
¿cuando moriste, me recordaste?
 
¡oh! sí ; porque me llamaste y me mal—
dijiste...
 
¡oh! pobre rosa triste, que así te desflo—
raste en la tumba...
 
tu maldición, no retumba en mi cora—
zón...
 
porque sabe mi conciencia, que no te
mató la ausencia de mi Pasión ;
 
esa forma de muerte era Lu sueño ; te
obsesionaba ;
 
esa forma de muerte era tu dueño ; te
dominaba ;
 
esa forma de muerte, era la aurora en
que pensaba tu alma soñadora...
 
esa forma de muerte, no tuvo que hacer
esfuerzo por vencerte...
 
te inclinaste hacia el veneno, como una
abeja hacia el seno de una flor...
 
y, no te mató el Amor...
 
te mató la neurosis implacable, la he—
rencia inevitable, que minaba tu orga—
nismo ;
 
¡rosa maravillosa del rosal del Histe—
rismo!...
 
i duerme en la playa silenciosa!
 
bella rosa...
 
romántica... ;
 
la música
 
de las olas
 
a solas
 
sea el cántico
 
que a tu espíritu
 
candido,
 
da la playa
 
que 'desmaya
 
en la luz...
 
efervescente...
 
último
 
ósculo
 
del pálido
 
azur.
 

XII

 
El alma vibra y flota, en una tibia at—
mósfera, de mil recuerdos íntimos, a las
suaves melodías, del encanto de esos días,
tan lejanos... de tu Amor ; . . .
 
es, como un cántico de ritmos tiernos,
bajo el bosque melancólico, encubridor ;
 
era en A mal ¡i ;
 
el golfo límpido, la roca rispida, llenos
de azul ;
 
y, los paisajes, encantadores, susurra—
dores bajo la luz ;
 
l lo recuerdas 1
 
era, el camino de Ravello, el cielo opale—
cía ; como en una miniatura de Misal, languidecía
en celajes infantiles, de diáfanas
perspectivas...
 
altivas, meditativas, las montañas al—
zaban sus siluetas extrañas, en la caricia
de la tarde esquiva ;
 
a su sombra, violetizaba el golfo ya le—
jano;
 
en el bosque cercano, entre el follaje
gualda, volaban los falenos con alas de
esmeralda ;
 
en la vertiente de la colina, los viñedos
extendían su serena paz divina ;
 
el horizonte, en lontananza, tenía el pá—
lido fulgor de la Esperanza, que lenta—
mente expira...
 
y, tenía la armonía, policorde de una
lira;
 
era, de un verde claro, un verde raro,
que fluía y se diluía, en un límite estrecho,
hecho de mucha sombra entristecida...
 
hicimos detener el coche ;
 
¡qué bella era la Noche que llegaba, pre—
ludiando los himnos de un amor descono—
cido, en el bello paisaje ensombrecido!... ;
 
el Silencio opiatizaba la campiña enig—
mática, llena de una calma virgiliana, idí—
lica;
 
tarde de Teócrito ;
 
perfume de lilas mediterráneas...
 
en el follaje místico, inquietudes mo—
mentáneas...
 
dijimos al cochero: espera ;
 
y 5 entramos en el bosque costeando la
ladera ;
 
cuan bella era tu Belleza altiva, en esa
tarde estiva, envuelta en la magia de los
reflejos, que nos enviaba de lejos la in—
mensidad marina ;
 
soplos graves, soplos suaves, de la hora
vespertina ;
 
tú, en mi brazo apoyada, ¡tan bella y
tan deseada!... lejos del mundo cruel, que
nos espiaba en el Hotel, empeñado en leer
nuestras miradas...
 
nos envolvía, la calmada melodía de
los parajes, a la vez augustos y, salvajes...
 
¿de quién ese divino jardín que se abrió
a nuestras miradas?...
 
en él, las viñas agrupadas, saludaban
al cielo desde sus muros ; sus racimos obs—
curos, se inclinaban al suelo ; se dirían se—
nos de madres en duelo, cuyos hijos mu—
rieron y no tenían a quien lactar con sus
pezones...
 
como pálidas Ofelias, las camelias, ofre—
cían la virginidad de sus floraciones ;
 
las rosas, opulentas, candorosas, parecían
ópalos verdes sobre la ceniza de oro
del follaje ;
 
la frondazón, espléndida, se diría azul,
por la filtración constante del celaje ;
 
entramos en ese huerto:
 
estaba desierto ; tremulante de soplos
y. de aromas...
 
en la fronda, arrullaban dos palomas ;
 
un ruiseñor, vocalizaba sus emociones,
saludando las constelaciones, que se
veían surgir del cielo en el pálido zafir ;
 
rayos líquidos, venidos de las lejanas
estrellas, oratizaban esas cosas tan bellas,
que temblaban bajo la caricia de aquellas
vibraciones claras ;
 
¿por qué me parecieron tan raras, en
su belleza, aquellas flores impregnadas de
una vaga tristeza?...
 
imponente en su mutismo, aquel jardín,
parecía un espejismo, flotante a la orilla
de un abismo ;
 
el aire, era ambarado, con olor de ma—
risma;
 
todo se veía como a través de un pris—
ma;
 
nos sentamos sobre una piedra, cubier—
ta de yedra, que nos pareció un banco
ideal, en medio de aquella calma vegetal ;
 
la Elegía de la Noche, me exacerbaba ;
 
te abracé ;
 
temblaste convulsa ;
 
tuviste un débil gesto de repulsa ;
 
el gesto natural de la Virtud vacilante ;
 
pero, fué un instante...
 
caíste en mis brazos, radiosa y venci—
da...
 
sufriste mis abrazos...
 
y, nuestras vidas, hicieron una sola
Vida;
 
y, te poseí con lentitud, con refinamien—
to, en un crescendo lento de Voluptuo—
sidad ;
 
en el corazón de aquella soledad, sere—
namente triste...
 
 
 
Nuestro abrazo tuvo fin ;
 
te pusiste en pie ;
 
habías perdido uno de los agrafes que
sostenían tus cabellos, que desanudados,
y bellos, eran como un Rin, blondo y obs—
curo...
 
buscamos sobre el duro suelo, no lo ha—
llamos:
 
sobre el banco que había sido nuestro
lecho, tanteamos ;
 
fueron vanos los esfuerzos de nuestras
manos ;
 
al fin, hice luz ;
 
buscamos en la piedra ;
 
y, al apartar la yedra, aparecieron los
brazos desnudos de una cruz...
 
y, un nombre, y una inscripción mor—
tuoria...
 
¡aquel jardín poblado de Misterio, era
un Cementerio! ;
 
aquel banco, que a nuestro placer había
parecido estrecho, era una tumba, y su
cruz, había sido nuestro lecho...
 
 
 
El cabello deshecho, extraviada de ho—
rror, escapaste de allí...
 
yo, te seguí ensayando detenerte...
 
inútilmente ;
 
ibas como demente, huyendo de aquel
Huerto de la Muerte... ;
 
en el sendero sin luces, parecía que las
cruces, se alzaban ante nosotros, para pe—
dirnos razón de nuestro Sacrilegio ;
 
el florilegio de las magnolias, de las ca—
melias, y de las rosas, se había extingui—
do en tinieblas vertiginosas...
 
ni un reflejo en el paisaje complejo, la—
mentablemente obscuro...
 
dejamos atrás ei muro, matizado de
blancuras, débil guardián de aquellas se—
pulturas, cuya calma habíamos violado ;
 
entramos al coche ;
 
tú llorabas, llorabas en el seno perdido
de la Noche...
 
yo, reía de la aventura, y recordaba con
un gran placer aquella sepultura...
 
pero, no te convencí, no pude conven—
certe, de que no era una cosa prohibida,
eso de dar la Vida, sobre el seno mismo
de la Muerte...
 
 
 
Pocos días después, partiste ; regresas—
te a tu tierra natal ;
 
y, yo quedé solitario, como de ordinario,
sobre esa playa, que después que tú te
fuiste, comenzó a hacerse triste con el pá—
lido reflejo otoñal ;
 
y, volví al Cementerio ;
 
y, a la sombra de su lánguido Misterio,
me senté, en la misma tumba que ha—
bíamos profanado, la cual se hizo el lugar
más amado de mis peregrinaciones ;
 
y, al muerto que allí había sepultado, lo
hice el confidente de nuestra historia, y
confié a su memoria todo nuestro secreto ;
 
y, fué en aquel Huerto, sagrado y quie—
to, que fui a leer tus cartas apasionadas,
en las tardes divinas y, calmadas, en la
compañía amable de los muertos ;
 
había aún muchos geranios abiertos en
torno a mí, cuando leí tu primera carta de
Ñapóles, tan amable y, tan bella...
 
y, luego la carta aquella de Roma, que
parecía tener el aroma de la Ciudad
Eterna ;
 
luego, aquella tan tierna, de Niza ;
 
luego, la de París, escrita en la prisa ele
un viaje fatal...
 
luego el Silencio...
 
obligado final de todo Idilio, que por las
puertas de la ausencia, entra en el Exilio ;
 
yo, volví al Cementerio constante—
mente ;
 
y, dije a mi muerto, confidente, el fin de
nuestro Amor ;
 
y, las rosas me vieron solo, y sin dolor,
llegar hacia ellas, cuando nacían las pri—
meras estrellas, y no leer ya más misivas,
bajo sus grandes flores pensativas...
 
llegó Octubre ; y, dije, ¡adiós! a la pla—
ya benéfica y salubre ;
 
 
y, me despedí del muerto cuya tumba
habíamos profanado ; le ofrecí unas ro—
sas, en mi nombre y, en tu nombre
amado...
 
i cómo es ese Nombre?
 
hoy, no podría decirlo ; ¡lo he olvi—
dado!...
 
tal es el débil corazón del Hombre...

Texto cortesía de vargasvila.org

#EscritoresColombianos

Préféré par...
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