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Julieta y Romeo

No era un Romeo, pero vio a Julieta danzar el ballet de Prokófiev una noche en que la soledad estaba más sola que la callada noche. Se enamoró de ella al instante, después de años de pensar que jamás volvería a enamorarse, al verla cómo levitaba en el aire, al quedar estática entre el pequeño espacio que hay entre la tierra y el tiempo, de cómo movía sus brazos y estiraba sus piernas, daba vueltas sobre su propio eje cual planeta en rotación, producto de la sinfonía cósmica del sistema solar. Se enamoró de ella, era la Julieta más bella de todos los ballets que pudieran haber en el mundo. Y cuando terminó la más fina y frágil representación dramática de la obra de Shakespeare, el Romeo que no era Romeo sino un simple mortal como los millones que hay en las calles, se animó a ir a hablarle. La música de la orquesta había ya parado, de hecho, ya no habían músicos ni director ni luces. Y entonces, ella, que ya no danzaba ni levitaba ni se paraba en puntas, fue que hizo algo todavía aún más asombroso aquella noche casi de invierno: Volteó a verlo, y le dijo hola con la más dulce voz que había escuchado en toda su vida.

Esa es la magia que surge de los instantes más afortunados e inesperados de la vida, aquellos a los que muchos gusta de darles el nombre de perfectos.

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