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La huella de nuestro trajinar

El hombre volvió a mirar por enésima vez su rostro sobre el espejo empañado por el vapor del baño, y en esta última ocasión, comprendió, definitivamente, que la vida había impreso como en un libro, todas las improntas de su azarosa vida.

Allí, en ese rostro ajado, estaban impresos aquellos capítulos de las hazañas juveniles de maratónicas tertulias entre milongas, en los viejos arrabales porteños; las sabáticas veladas consagradas a la delectación baconiana, tras los bastos y oros de los naipes; las riñas en los callejones con los rufianes de las otras paradas, la huída a los cabarets de moda y las comilonas de los domingos en el muelle de los pescadores con sus compinches de parrandas.

Todo estaba “allí”, hasta ese aire a sabiduría mundana del hombre que ha vivido y gozado de todos los deleites al que ha podido acceder sin acatar posturas dogmáticas ni morales. Y nada es tan cierto como que la mudanza de los años más los vicisitudes que nos tocan padecer van forjando, trazo a trazo, las arrugas en nuestro rostro y cincelando– cuál un hábil artista, el mármol–, nuestras expresiones, hasta tal punto que ningún espejo puede desdecir, aún cuánto más empañado esté, esas improntas; él nos devuelve inexorablemente la huella de nuestro trajinar.

N. d A.: No hay razón para creer que un mero objeto pueda ser la contraluz de nuestra conciencia, sin embargo “la imagen” es una inflexión necesaria.

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